La Espiritualidad Ignaciana se vive entre polos y tensiones, pero mal vivida expone a extremos: la ingenuidad laxa de justificarlo todo porque “Dios está en todas las cosas” o la sospecha sistemática de ver siempre lo torcido en los demás. Ignacio parte de dos principios: 1) Dios todo lo ha hecho bueno y en todas las cosas habita sin reducirse a ellas; 2) el buen espíritu y el mal espíritu combaten en el corazón humano.
Caer en la ingenuidad es olvidar que el bien proviene de Dios: del encuentro auténtico con él y del amor con que nos lleva a relacionarnos. San Agustín decía: “Ama y haz lo que quieras”. No porque todo esté permitido, sino porque sólo bebiendo de la fuente del amor mis frutos serán buenos; sólo discerniendo continuamente si mis acciones nacen de esa fuente evitaré autoengaños.
Cuando Jesús respondió: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino solo Dios» (Lc 18:19), quizá quiso advertir que los seres humanos no somos pura bondad. ¿Debemos entonces sospechar sistemáticamente de los demás? Ignacio, con una antropología esperanzadora, recuerda que el deber es “salvar la proposición del prójimo” (E.E. 22), sin suplantar su discernimiento ni someterlo a constante juicio. No sea que, por arrancar cizaña, arranquemos también el trigo (Mt 13, 24-52), o que, por sacar la mota del ojo ajeno, enterremos más la viga propia (Mt 7:3-5).
La mística y el discernimiento serán reales sólo desde Dios, el único bueno. Desconfianza, autojustificación, superioridad moral o represión no son signos de espiritualidad, ¡ni mucho menos ignaciana!
