Una de las características más significativas de la visión ignaciana es la importancia del contexto. No sólo mirarlo; contemplarlo, comprenderlo y meterte en él. No es tan simplón como mimetizarte y disolverte; es ser con él.
Admiramos a aquellos que lo hicieron como Francisco Javier, Pedro Arrupe, o Ignacio Ellacuría. Sin embargo, como ellos, cada uno nosotros nos encontramos también ante una nueva realidad, quizás menos exótica. O no, según se mire. Es la que es. Tendremos que considerar si queremos ser con ella o renunciar a ser.
Niños y jóvenes de una sociedad en constante cambio, con pocos anclajes a los que agarrarse. Con unos referentes que los mayores no entendemos cómo pudieron llegar a serlo. Muchos de ellos ya no oyeron la palabra Dios, ni van a la iglesia, ni pondrán el belén en sus casas.
Jóvenes que manejan las redes de contactos en las que se propone mirar a las personas como quien mira un catálogo y comenzar una relación en la que el vínculo no se espera porque te hace perder otra oportunidad. Que ven La isla de las tentaciones en la que la brújula válida de actuación es «yo he hecho lo que he sentido». Anuncios y lemas donde se les vende el interés personal por encima de todo.
No vale echarnos las manos a la cabeza y rasgarnos las vestiduras, así poco podremos hacer. Llegó nuestro momento. Salir como el pastor a por su oveja. Explícitos sin ser impositivos, testigos del Dios en el que creemos. Explorar juntos nuevas formas. Procurar el lenguaje, los símbolos, los momentos, el espacio para que ese momento de encuentro con Dios pueda darse.
Nos parecen terreno yermo y estamos ante terreno fértil. Están sedientos de algo que no saben qué es. Lo buscan. Podremos convertirlo en terreno sagrado.
Somos responsables nosotros, los que llevamos el tesoro dentro y sabemos que no es sólo nuestro. Salgamos, pues, aquí mismo, a nuestros colegios, calles, parroquias y hagamos lo que tenemos que hacer. Al fin y al cabo, es lo que hicieron otros grandes con el contexto que les tocó vivir.