El final del polémico programa Sálvame, de prensa rosa, nos ha sorprendido a todos. Durante 16 años ha ocupado las tardes de Telecinco y de muchas casas. Aunque recordemos que era ese programa líder de audiencia que nadie veía.
Sálvame ha sido la cara visible de un modo de hacer televisión que pronto se llamó telebasura. Escarbando en la vida privada de los más famosos de la sociedad. Nadie ha escapado a sus críticas feroces, a su obsesión por airear los trapos sucios. Políticos, cantantes, actrices, presentadores, escritores… Todos han ido ocupando ratos en las tardes, sacando dinero de sus miserias. Por eso, quizás, muchos medios han titulado esta noticia como «el fin de la telebasura». Y ojalá.
Porque si Sálvame ha sido la cara visible, y en muchos casos el impulsor de este tipo de formatos, lo cierto es que a la telebasura le queda mucho que ofrecernos todavía. Aunque ahora ya no hable de folclóricas. Muchas tertulias televisivas, radiofónicas, de streaming, de apariencia seria y rigurosa se han apuntado al formato de la telebasura. A atacar a las personas antes que, a los hechos, a descalificar solo por el gusto de hacerlo. No hay nada que más placer culpable nos provoque que ver a un poderoso arrastrado por el fango.
Es la clave del éxito de Sálvame y de tantos programas, de prensa rosa y de cualquier tipo ya sea deportiva, política, cultural… Despertar el placer culpable que nos hace disfrutar ante los navajazos públicos, viendo sucesiones de zascas e informaciones de última hora que desmienten en directo y enfangan el debate poniendo por delante la descalificación personal.
El problema no era Sálvame. El problema es todo lo que ha llegado después y que parece que ha venido para quedarse. Todos esos programas que nadie ve, pero todos comentan.