Estos días, el mundo de la televisión está alterado por el emotivo final de Ana Blanco tras 32 años presentando el telediario. Un tiempo nada desdeñable que comienza con la Guerra del Golfo y termina en la Guerra de Ucrania, y que ha visto caer sistemas políticos y democracias, morir celebridades, sufrir atentados, enterrar líderes, papas y reyes y celebrar eventos de diversa índole. Y con más de tres décadas de actividad, es fácil que contando horas, muchos la hayamos visto más que a algunos familiares lejanos y que su voz y su imagen nos recuerden a otras etapas y momentos de nuestra vida. ¿Quién no recuerda dónde estaba el 11-S, qué hacía cuando mataron a Miguel Ángel Blanco o con quién vio la final del mundial que ganó la selección española de fútbol?
 
Y creo que de alguna manera, esta noticia nos evoca de nuevo a otra dimensión de los informativos. Cada vez que nos acercamos al televisor para ver las noticias, no es solo una preparación para la siesta o un mero entretenimiento. Se trata más bien de abrir una ventana al mundo que nos saca de nosotros mismos, que nos acerca a otras realidades –dolorosas en la mayoría de los casos, pero no por ello menos importantes y decisivas–. Sin querer, nos permite volar hacia escenarios donde no estaremos nunca, nos conecta con el resto de la humanidad y nos obliga a hacernos preguntas, algo así como lo que sentirían los griegos cuando empezaron a viajar por el Mediterráneo y a observar los parecidos y diferencias entre los distintos pueblos del mundo. Informarse no es un verbo más, por eso renunciar a ello nos repliega poco a poco sobre nosotros mismos.
 
Aunque a veces parezca lo contrario, la audiencia y el pueblo no es tan tonto como algunos se creen, y saben valorar la constancia, la profundidad, la seriedad, el sentido común y el rigor, algo que demasiadas veces brilla por su ausencia. Pero sobre todo, debemos ser conscientes de que no solo vemos simples noticias, es la realidad que nos conecta al mundo y, de alguna forma, ayuda a configurar nuestros afectos, nuestro modo de pensar y nuestro modo de ver el mundo. Al fin y al cabo, de la misma forma que no se conoce lo que no se ama, cuanto más conocemos más amamos, ya sea a nuestra propia sociedad como al conjunto de la humanidad.

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