Podemos usar el verbo «rendir» en distintas ocasiones. Lo empleamos para explicar que un ejército se ha visto sobrepasado en una batalla por otro y ha debido abandonar la contienda. También nos valemos de este verbo para hablar de la acción por la que una persona le devuelve a otra aquello que es suyo. Asimismo, otro uso que le damos a este término es el de someter el dominio de algo a otro individuo.
Pues bien, cuando adoramos, en cierto modo, nos estamos rindiendo ante Dios. Reconocemos que su amor nos sobrepasa. Todas las batallas internas que tenemos con la fe, todas nuestras dudas y todas nuestras faltas se ven superadas por el ofrecimiento total que Cristo ha hecho con su vida. Su generosidad ilimitada nos ha vencido y nosotros no podemos más que reconocerlo. Ante una dádiva así sólo nos queda contemplar la soberanía de su amor.
En la eucaristía se nos manifiesta la entrega sin medida de Jesús. Este sacramento nos dice que la vida de Cristo es pura donación infinita por la humanidad. Nosotros nos vemos desbordados y sin saber muy bien qué hacer o qué decir. Por ello, nuestra respuesta agradecida se da en forma de adoración.
Durante la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo, los cristianos celebramos que Jesús instituyó la eucaristía para quedarse siempre con nosotros ofreciéndose por amor. De este modo, entendemos por qué al finalizar la misa de este día se reservan en un sitio especial de la iglesia las especies eucarísticas. Es un espacio que se ha preparado con dedicación y esmero porque deseamos reconocer y confesar que aquí se encuentra aquel que ha dado su vida por nosotros. Este lugar es el monumento del Jueves Santo.
Recibamos con agrado la invitación que se nos hace al finalizar la Misa de la Cena del Señor a adorar durante un tiempo a Jesús hecho eucaristía. No hace falta que le dirijamos muchas palabras. Simplemente, basta con que lo miremos, le demos gracias por su eterna generosidad y nos rindamos ante el amor de Dios.