Tuve la gran suerte de que mis padres decidieran escolarizarme en un colegio en el que las religiosas que lo llevaban me proporcionaron un buen puñado de regalos por los que siempre estaré agradecida. De entre ellos, destaco el enorme privilegio que supuso para mí encontrarme con la Adoración Eucarística y una forma de vida muy concreta que surge cuando uno la convierte en el centro de su existencia.
Hoy en día cuesta imaginar que alguien adore a nadie que no sea él mismo. La sociedad del siglo XXI se encanta y se basta a sí misma. No necesita a Dios. Creen en un ser superior solo los cobardes que no se atreven a cuestionar la tradición; los ingenuos que se tragan respuestas comodín para los grandes interrogantes de la existencia humana; o los tontos que no se plantean nada. Pero las personas con espíritu crítico que pretenden tomarse la vida con un poco de seriedad es impensable que crean Dios. Mucho menos, que lo adoren. Y muchísimo menos aún, que lo adoren en un trozo de pan. Resulta casi indignante que con lo lejos que ha llegado el ser humano, con la de avances científicos y premios nobel que ha conseguido, hinque su rodilla ante un mísero trozo de pan.
Jesús podría haber decidido quedarse entre nosotros de muchas maneras. Pero decidió hacerlo en un simple trozo de pan. Redondo, pequeño, frágil. Un trozo de pan que no se reserva sino que se expone indefenso, tal cual es. Que no se esconde porque ha decidido instalarse en la intemperie. Que es universal y accesible a todos porque quién no tiene un poco de agua y un poco de harina. Que permanece, que calla, que no se mueve, que no ofrece ningún espectáculo…
La Adoración Eucarística no resulta atractiva la primera vez que uno se enfrenta a ella. Acostumbrados a oraciones guiadas, participativas y compartidas, el silencio de la Adoración puede resultar desde inquietante hasta aburrido. Tampoco creo que fuera especialmente atractivo llegar al mundo un 25 de diciembre en un pesebre; ni abandonarlo colgado en una cruz entre dos ladrones 33 años después. Pero es que una vida vivida desde Dios no promete un camino de rosas. Promete un camino real, recorrido en plenitud, atravesado hasta el final. Con sus luces y sombras. Pero con sentido. Un sentido que se lo otorga el hecho de ser un camino que Dios ha soñado antes para cada uno de nosotros porque nos ama incondicionalmente.
No se descubre la hondura y belleza de la Adoración de la noche a la mañana. Pero sí llega un momento en que uno percibe una cierta sintonía entre ese Dios expuesto en un trozo de pan y la persona que se sienta a adorarle.
De la Adoración atrae la armonía perfecta en la que conviven la complejidad y la simplicidad. Impone pensar que quien tenemos delante es todo un Dios capaz de crear el mundo en el que vivimos. Es complejo entender que esté ahí, en un espacio tan pequeñito, esperándonos. Pero al mismo tiempo resulta tremendamente desarmador y simple porque no nos exige nada y nos lo da todo.
Bueno, sí. Sí que nos pide algo. Cuando somos capaces de ponernos con honestidad delante de Dios, nos damos cuenta de que Él sólo desea que seamos. Que seamos en autenticidad. Ser en autenticidad asusta porque implica vivir una vida sin un patrón al que aferrarse. Supone asumir un papel tirando a pasivo en el que más que hacer, se nos invita a dejamos hacer. Significa dejar el timón de la propia vida en manos de otro. Eso no nos gusta a nadie. Todos queremos adorarnos y bastarnos a nosotros mismos.
La buena noticia es que el timón no lo dejamos en manos de cualquiera. Lo dejamos en manos de Aquél que es el Amor. Y si logramos apartar por un momento todos nuestros deseos superficiales y efímeros, si nos quedamos ante la desnudez de lo esencial que tanto nos sugiere la Adoración Eucarísitica, ¿no es amar y sentirnos amados lo que, en lo más profundo de nuestro corazón, todos anhelamos?