Cierto es que en el Evangelio Jesús nos sorprende con esas palabras algo duras e incluso chirriantes ante el abrazo de María Magdalena: «No me toques» (cf Jn 20, 17) ¿Será tal vez una llamada a no quedarse la experiencia para uno sino a abrazar su resurrección en tantas personas, lugares, situaciones…? Sí, creo que puede ir por ahí.
Cuando crees haber perdido el camino que estaba dando sentido a tu vida y de pronto aparece la señal que te da ese respiro y te impulsa a seguir; cuando el horizonte que esperaba anhelante tu llegada se confunde con el mismo azul del cielo desorientando el rumbo, y de pronto, sin esperarlo, en medio de la noche, conseguimos vislumbrar aquel faro –con su lenguaje particular–; cuando el amor con el que cuentas se torna aparente sin saber cómo ni por qué y de pronto, en medio de la desesperanza descubres que lo aparente era solo tu forma de mirar… Entonces resurrección es abrazar esa señal, esa luz, o incluso la propia fragilidad que, por vulnerable, nos acerca más a lo eterno… Resurrección es entonces abrazar de nuevo aquello que te da la vida, que te hace volver a sonreír… y contarlo. Es abrazarte en el encuentro con los otros. Pero sobre todo –o también– es abrazar al Señor de la Vida presente en cada señal, en cada faro, en cada fragilidad, asumiendo además la impotencia de no poder retener ese abrazo.
«No me toques», «ve y dile a mis hermanos…» Ve y cuenta, con tu vida, con esa forma de mirar, que resurrección es volver a abrazar una y otra vez, es abrazarle ahí de nuevo, en lo cotidiano, en lo más humano, en lo que te hace «sentir en casa», de una vez y para siempre.