Hace pocos días me hacía pensar una paradoja de la vida. Fue a raíz de que un grupo de chicos, buenos y sanos, comenzara a desviarse del camino recto para transitar caminos tortuosos y tenebrosos, de esos que tristemente la vida pone en bandeja tantas veces. La preocupación de sus familiares y amigos era grande, y pedían por ello que todos ayudásemos a que estos jóvenes no se perdieran, sino que siguieran siendo lo que habían sido hasta ahora: buenos chicos, responsables, divertidos y, en definitiva, buenas personas.

Parece que, en un marco así es difícil quedar impasible. De hecho, incluso podría considerarse que no hacer nada, es propio de personas cuanto menos indolentes. Cuando uno ve cómo una persona buena se desvía del camino, debe de intentar hacerla volver por todos los medios posibles, siempre, claro está, desde el amor y el respeto a su libertad. Pero, lo que no podemos hacer de ninguna manera de primeras es permanecer callados o bajar la cabeza pensando que nuestros consejos y nuestras acciones van a ser tenidos en nada, o despreciados, y por ello, es mejor dejar ir a la persona.

En este sentido, pensaba la razón por la que los cristianos no hacemos nada cuando vemos a nuestros jóvenes, o a nuestros seres queridos alejarse de la fe y abandonarla.

No estoy hablando de forzar a las personas a volver a la fe. Sino más bien de qué es lo que pasa en nuestro interior cuando vemos a tantos y tantos irse, mientras nosotros quedamos tristes, o peor aún, impasibles o acostumbrados.

¿Será que tenemos miedo a lo que puedan decirnos? ¿o es que no pensamos que la fe sea lo mejor que podemos ofrecer a las personas? ¿tenemos miedo de ser despreciados o rechazados por hablar o dar un consejo o testimonio? ¿nos asusta pensar que los que se alejan puedan dejar de amarnos?

 

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