Creo que en muchos casos, las generaciones más jóvenes de creyentes disfrazan de prudencia lo que en realidad es miedo. Y así, en ocasiones esconden sus opiniones, dejan de llevar a cabo sus iniciativas o lo realizan por otros cauces que no son, por decirlo de alguna manera, los oficiales.
Lo curioso y triste de este asunto es que en muchos casos observo que este miedo no se dirige tanto a los que están «fuera» como a algunos de los que están «dentro».
Y es que, muchos de los jóvenes de hoy no tienen demasiado miedo a las opiniones de sus contemporáneos porque han crecido en medio de un ambiente no cristiano, indiferente y plural. Por ello no esconden sus creencias ante sus compañeros ateos o agnósticos, puesto que están acostumbrados a convivir con ellos; a compartir desde distintos puntos de vista; a hacerse respetar o, simplemente, a soportar sus prejuicios o su fría indiferencia.
Sin embargo, observo cómo este miedo se da en ocasiones hacia quien, desde dentro de la Iglesia, vive desde otra sensibilidad, marcada por la vivencia de otras épocas. Yo mismo, al escribir estas palabras, siento el miedo de saber que se comentarán en grupos de WhatsApp, comedores y pasillos, tildándolas de exageradas, «ofendiditas», o conservadoras. Del mismo modo, los jóvenes tienen miedo, no sólo de escribir o de hablar, sino de proponer y llevar a cabo iniciativas en ámbitos eclesiales, por temor a las consabidas respuestas de aquellos que, siendo mayores que ellos, tratan de convencerles de que esa no es la sensibilidad de hoy, o eso no va a llegar a nadie, no va en línea con esta o aquella eclesiología, o está equivocado.
Y así, muchas veces el miedo repliega a los jóvenes hacia el ámbito de lo privado, o acaba haciéndoles claudicar de acciones, por miedo a no ser entendidas, o a causar un disgusto a aquellos que en su día causaron unos cuantos a los que les precedieron.
El Padre Arrupe afirmaba que no temía al nuevo mundo que veía surgir, sino que le daba miedo imaginar que los jesuitas tuvieran poco o nada que decir en él, y se mantuvieran con los brazos cruzados por miedo a equivocarse. ¿Qué diría pues si viera a tantos jóvenes parados por miedo a que su paso adelante sea interpretado como un paso atrás?
¡Qué triste y qué difícil es avanzar hacia el futuro con miedo! Y, más todavía es hacerlo mientras en el corazón resuenan las palabras de Cristo a sus discípulos: «¡no temáis!»