
Tu paz en mi lucha
«El desierto y el yermo se regocijarán, el páramo de alegría florecerá, como flor de narciso florecerá, desbordando de gozo y alegría… Se abrirán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará; porque ha brotado agua en el desierto, torrentes en la estepa… el páramo será un estanque, lo reseco un manantial» (Is 35, 1; 5-7)
Y sin embargo, sé que estás ahí. Estás ahí mirándome con cariño. Hablándome con paciencia. Abrazándome con ternura, aunque a veces ni me dé cuenta. Estás ahí invitándome, una vez más, a sonreír por dentro y por fuera, porque la vida puede ser hermosa (y hay que hacerla hermosa para todos). Estás, y te me asomas en los rostros de mi vida; en el cansancio de quien me pide ayuda; en la cercanía de mi amigo; en la tristeza de quien necesita mi alegría; en la canción que libera un vendaval de pasión en mi interior; en la oración tranquila; en la tormenta que sólo se vence con coraje. Estás, abriendo sepulcros y mostrando caminos.
¿En qué medida el evangelio es respuesta?
¿Cuál es, en mi vida, la hora de la resurrección?
La hora
Vuelve la luz
a hacerse luz, plácida claridad
en el vaivén de sombras,
y la calma otra vez, el remanso
donde reposa –como en el sueño el insomne–
su paso frenético el corazón.
El aire que se respira
se hace respirable,
y el paisaje a cada mirada
recobra el color y la forma.
Surge a la vida
el que vive en la muerte y muere de nada.
Esta es la hora de la resurrección.
(Julio César Aguilar)


