La misión
«Convocando a los Doce... los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar» (Lc 9)
Es algo que te encomiendan. Un encargo que sólo tú puedes hacer. Puede ser imposible si eres Tom Cruise en una película, pero para la mayoría de nosotros nuestra misión es posible. Es real, es necesaria y es urgente. Y viene de muy lejos o de muy dentro, según como se mire (pues en ambos sitios está Dios). Tiene que ver con nosotros mismos y al tiempo con nuestro mundo. Es un encargo delicado e imprescindible. Estamos enviados a humanizar nuestro mundo (sacando lo mejor de nosotros y de otros), y a divinizarlo (haciendo presentes los destellos de Dios en él). Y esto, que queda muy bonito como eslógan, se hace desde lo más cotidiano: respetando la dignidad profunda que todos tenemos y descubriendo en Jesús –y su manera de darse– un camino hacia el rostro del Dios invisible. Ni más ni menos.
De alguna manera siento que hago visible a Dios para otros?
¿De alguna manera hago más humano mi mundo y mi entorno?
Palabra Encarnada (I)
Tu palabra se hizo carne
Y mi carne se hace hoy palabra tuya,
tallada con tu brisa de absoluto
en mi roca de límite y distancia.
Soy ágil libertad
en tu corazón que me anida
y en tu pensamiento que me crea.
Soy palabra como espada de dos filos
en tu mano de profeta,
y palabra de corazón cercano
en tus ojos de hogar universal.
Soy palabra ronca
de tanto sufrimiento,
parida por gargantas enlazadas,
en tu pueblo que grita su gemido.
Benjamín G. Buelta, sj