La mujer que habla
«María respondió: –'Aquí tienes a la esclava del Señor: que se cumpla en mí tu palabra'.» (Lc 1, 38)
Pocas veces hablas en los evangelios, y sin embargo tus palabras son rotundas, definitivas, inapelables. «Hágase», «No tienen vino», «Haced lo que él os diga». Y, sobre todo, ese «Magníficat» que es un himno de libertad, de justicia y de alabanza. También nosotros hablamos. En familia, en el trabajo, entre amigos… Hablamos de otras personas. De política, de fútbol, de cine… Hablamos de lo que nos preocupa o lo que nos entretiene. Quizás también –ojalá– de Dios. Hay mucho poder en las palabras. Poder para herir y sanar, para levantar y para derribar. Ojalá, María, aprendamos de ti a hablar con verdad.
¿Me doy cuenta del valor de mis palabras?
Cómo ha de ser tu voz...
Ten una voz, mujer,
que pueda
decir mis versos
y pueda
volverme sin enojo, cuando sueñe
desde el cielo a la tierra...
Ten una voz, mujer,
que cuando me despierte no me hiera...
Ten una voz, mujer, que no haga daño
cuando me pregunte: ¿qué piensas?
Ten una voz, mujer,
que pueda
cuando yo esté contando
las estrellas
decirme de tal modo
¿qué cuentas?
que al volver hacia ti los ojos
crea
que pasé contando
de una estrella
a
otra estrella.
Ten una voz, mujer, que sea
cordial como mi verso
y clara como una estrella.
(León Felipe)