De entre las tres prácticas que nos propone la Cuaresma, dar limosna a los pobres suele ser la hermana pequeña, la última de la fila. Puede quedarse en un mero lavar la conciencia dando «un sobrecito a la iglesia»; o en un bienintencionado «lo que ahorras con el ayuno, se lo das a los pobres». ¿Y? Pocas veces nos pone en juego de veras. Dar limosna así es una práctica bastante cómoda, la verdad.

¿Cuál es el verdadero sentido de dar limosna? Pensemos en el pasaje por excelencia sobre la limosna en el evangelio: la viuda que no da lo que le sobra, sino aquello que tiene para vivir (Lc 21, 1-4). ¿Es entonces una cuestión de cantidad? ¿Una cuestión de vaciar la cartera o la cuenta corriente hasta quedarnos a cero? Temblamos… No. Jesús no pidió eso. No fue juzgando bolsas y limosnas. Lo que sí pidió es ser absolutamente libre y poner la confianza sólo en Él.

Podríamos estar dando permanente limosna. Nunca sería suficiente para acabar con la pobreza en el mundo, ni siquiera para vaciar la cartera. Cuando hubiéramos dado el dinero, nos quedaría la educación, o las amistades, o… Todos somos ricos de alguna manera. De hecho, dar limosna tiene que ver con reconocer la propia riqueza y agradecerla como un don. Entonces siempre se es suficientemente rico para ser generoso.

Dar limosna es encontrar aquel tesoro que queremos compartir. Es pararse y descubrir qué necesita el mundo a mi alrededor. ¿Es una moneda acompañada de una sonrisa y una conversación? ¡Pues adelante! Arriésgate y hazlo esta cuaresma. ¿Es una llamada de teléfono pospuesta por descuido o por dejadez? ¡Pues no pongas excusas y llama!

Dar limosna es sacar el centro de nosotros mismos, de lo que se nos debe, y ponerlo en el otro, en lo que necesita. Dar limosna es ayunar del egoísmo y sus excusas. Dar limosna es la respuesta más natural si la oración es verdadera.

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