En Valencia, en torno al día de San José se celebran las Fallas, fiestas mundialmente conocidas. La gente sale a las calles a celebrar y la ciudad se llena del sonido y el olor a pólvora de las mascletás, para unos auténticas sinfonías y para otros terribles ruidos insoportables. El centro de atención son las fallas, esas esculturas gigantes de madera y cartón piedra, auténticas obras de arte, que suelen ser una crítica satírica a la actualidad, donde no faltan políticos, artistas, deportistas, personajes bíblicos o reyes.
A los que no somos de Valencia nos resulta fascinante que la finalidad de las Fallas, a cuya construcción se dedican muchas personas durante todo el año y millones de euros, es ser quemadas. Se hacen para que ardan en las calles. Solo se salvan algunas pocas, que son ‘indultadas’, mientras el resto son consumidas por las llamas para alegría de todos.
Pero es que el fuego, que purifica y destruye, cautiva nuestras miradas y las fallas al arder tienen algo mágico. En el fondo nos gustaría que con esas llamas, además de la falla de cartón piedra, desaparecieran los problemas a los que apuntan, como la corrupción, los abusos, el paro, la pérdida de derechos… y tantas heridas de nuestra sociedad. Pero no es tan fácil.