Esta semana la Iglesia celebra la Jornada Pro Orantibus, dedicada a la vida contemplativa. El lema que acompaña esta jornada es «generar esperanza».

Quizá alguien se esté preguntando ahora qué relación puede haber entre la esperanza y un puñado de hombres y mujeres (muchos de ellos, de edad avanzada) que un día decidieron retirarse del mundo para vivir una vida de especial intimidad con Dios.

Una monja me dijo una vez que la vida contemplativa es como la lamparita del sagrario. Esta lamparita no tiene ninguna utilidad: su luz es demasiado tenue para alumbrar. Su única función es testimoniar que Dios existe y que está dentro del sagrario (lo que significa que se ha quedado en el mundo, con nosotros). Nada más.

Tampoco la vida contemplativa sirve para nada más que para dar testimonio de que Dios existe. Los monjes y monjas que viven dentro de un claustro no hacen nada productivo por la humanidad. Ni siquiera rezar por otros es el motivo por el que se hallan ahí, aunque lo hagan.

La verdadera razón que llevó un día a que todas esas personas se retiraran del mundo fue contestar a una llamada de Dios, lo cual significa que Dios existe y que es tan grande como para que haya quien entregue su vida entera en lo que humanamente se podría considerar un despilfarro casi irrisorio. ¡Con tantas cosas que hay por hacer!

Pero volvamos a la pregunta. ¿Qué tiene que ver todo eso con la esperanza? Es esperanzador saber que Dios, que es el Amor, existe. Es esperanzador saber que hay personas que se entregan al absoluto de ese Amor. Es esperanzador que haya vidas que merezcan la pena aun sin ser productivas.

Y es esperanzador que esto no sea una teoría. Porque aunque la vida contemplativa no sea una opción que mueva masas actualmente, Dios sigue llamando. Y si es esperanzador saber que Dios existe, más lo es saber que nosotros existimos para Dios.

 

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