Cada noviembre, la revista People escoge al «hombre vivo más sexy del mundo», y este año ese título ha caído sobre el actor norteamericano Paul Rudd, quien se ha mostrado tan sorprendido como casi todo el mundo ante semejante galardón. Y es que, aunque el hombre majete es (al menos a mí me lo parece), la verdad es que no responde a ese estereotipo de belleza rompedora que una espera tras la etiqueta de «hombre vivo más sexy».

Siempre he pensado que ser guapo o guapa es algo que no tiene mucho mérito. A ver, que no se me ofendan aquellos que se sientan así. La belleza estética es fruto de una buena y adecuada mezcla de genes. Y en dicha mezcla poco podemos hacer. No tenemos mucho control, la verdad. Es verdad que luego nos podemos cuidar, sacarnos partido, arreglarnos con más acierto… pero los genes son los genes, y en la combinación que se dio para que nuestro aspecto fuera uno u otro poco tuvimos que ver. Bien es cierto que hay personas que, sin ser especialmente hermosas, nos lo pueden resultar por el brillo que destellan. Hay algo en su ser, algo luminoso y bueno, que salta al rostro, a los ojos, a la sonrisa, y convierten a esa persona en alguien que nos resulta agradable a los ojos. Pero, al final, no deja de ser una impresión personal. Como dice el refrán, «para gustos, los colores».

Reflexionando acerca de esta noticia y, concretamente, de la belleza, me vinieron a la mente dos apuntes.

En primer lugar, pensé en lo efímero de los cánones de belleza de este mundo. Es curioso que «el hombre vivo más sexy del mundo» sea un título anual. El que fue elegido el año pasado ya este año no lo es. ¿Qué pasó? ¿Perdió calidad? ¿Cambiaron los gustos? ¿Nos cansamos hasta de lo bonito? Quizás todo esto no es más que una llamada a vivir desasidos. Decía san Juan de la Cruz: «Verdaderamente aquel tiene vencidas todas las cosas que ni el gusto de ellas le mueve a gozo ni el desabrimiento le causa tristeza». A veces nos aferramos a los éxitos y a los fracasos, y los convertimos en algo único y referencial. Nos olvidamos de que son hechos circunstanciales, sujetos a un suceso puntual. Ni el éxito ni el fracaso se quedan para siempre. Aferrarnos a ellos obstruye la vida, le quita fluidez y frescura. Decía también San Juan de la Cruz que «lo que nace del mundo, mundo es», y es preciso saber diferenciar lo mundano de lo que tiene vocación de eternidad. Este discernimiento nos ayudará a desprendernos de lo fugaz, a relativizar y soltar.

En segundo lugar, ¿qué es la belleza? Quizás sea lo que los científicos reconocen como esa armonía, ese equilibrio, esa sensación de que todo está en su sitio y es tal como debe ser. La belleza es intuitiva, no se deduce. En mi opinión se reconoce por el poso de calma y seguridad que deja al contemplarla. Y también por la esperanza que despierta en nosotros. Sí, esperanza. Al menos a mí me pasa: cada vez que a mi alrededor detecto algún destello de belleza verdadera, algo en mí se serena, y entonces recobro la confianza de que no tengo que temer, de que todo irá bien. A lo mejor por eso la belleza verdadera es camino de encuentro con Dios. Y en esos ramalazos de belleza que este mundo de vez en cuando nos regala, podemos contemplar tu cara bonita, Señor.

 

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