Ay, que se acerca el verano y ya muchos y muchas están en modo «horror». La preocupación por el físico se acentúa a la par que se incrementan nuestras inseguridades. En la vida real, a los ojos de los otros, no se puede «disimular» mucho porque no existen los filtros, esos que se usan en las redes sociales para retocar las caras y los cuerpos. «Vamos, más o menos que se note que soy yo pero en versión mejorada»; «total, el filtro no retoca, lo que hace es potenciar lo mejor de cada uno»… En fin, el afán por lucir perfectos, que nos trae de cabeza. En esta persecución de ese ideal de belleza que anhelamos se hace real aquello de «el fin justifica los medios».
No nos engañemos. A todos nos gusta gustar. Deseamos mirarnos en el espejo y que éste nos devuelva una imagen que nos satisfaga. El problema es a quién buscamos contentar, si a nosotros mismos o a la sociedad. Esto es: ¿son nuestros patrones de belleza los que tenemos en cuenta? ¿O son los que dice la sociedad que debemos adoptar? ¿Qué belleza estamos persiguiendo, y qué caminos estamos tomando para alcanzarla?
A todo esto, se suma algo que está muy en boga: llegar cuanto antes y sin esfuerzos a la meta que nos propongamos. O filtros (nos ponemos pecas, nos aclaramos los ojos, nos estrechamos la cintura…) o, si tenemos «pasta», la cual acelera los procesos, nos cambiamos la cara y/o el cuerpo, y ya está.
Vivimos en el cuento de las mil y una caras, y los mil y un cuerpos que soñamos que sean los nuestros. Pero dar la cara, la de verdad, y atrevernos a mostrarnos como somos, querernos como somos, es todo un desafío que parece que preferimos postergar para cuando ya no quede otro remedio.
Y, ahora, terminando este texto, me pregunto: ¿dónde queda el cuidado del espíritu? ¿O es que lo de fuera importa más que lo de dentro? ¿Cuidamos nuestros pensamientos, nuestras creencias? Para que esto lo mostremos también al resto, pero de verdad, sin filtros.