Todos los años, los días previos a fin de año, una pregunta flota en todos los medios de comunicación: «¿Qué se va a poner ‘la Pedroche’ este fin de año para las campanadas?» (para quien no lo sepa aún, me refiero a Cristina Pedroche, la famosa presentadora de televisión). Alimentados por las pistas que ella misma deja caer en las entrevistas que días previos hace, aguardamos con expectación su estilismo. Unos, por curiosidad; otros, porque les gusta; otros, para criticarla y hasta insultarla. Sea para bien o para mal, generalmente nadie escapa de saber qué se puso en Nochevieja. Al final, entre todos hacemos que se cumpla esa expresión que dice «que hablen de mí, aunque sea mal».

Dejando a un lado críticas y elogios, me llama mucho la atención esa especie de exaltación que se hace de la belleza (la de los cánones que pone la sociedad, claro), del lujo, de la espectacularidad. La verdad es que la chica lo vale y todo lo que se pone le sienta bien, eso hay que reconocérselo. Se lo curra, se prepara físicamente para el momento… y lo exhibe, sin pudor ni timidez. No se lo reprocho. Al contrario, si es lo que ella quiere y elige hacer, ole por ella, porque puede y porque tiene el valor para hacerlo. Pero me surge la siguiente pregunta: ¿qué nos gusta exhibir de nosotros? ¿qué es lo que es políticamente correcto exhibir?

Nos gusta mostrar ante los demás nuestra mejor cara. Procuramos que no se conozca de nosotros esos rincones oscuros que todos tenemos y que delatan lo que también somos. Es como si nos viéramos todo el tiempo obligados a estar como ‘la Pedroche’ en Nochevieja: deslumbrantes. Queremos mostrar que estamos muy bien, que estamos encantados con todos y todo nos parece perfecto, así no molestamos ni desagradamos a nadie. Porque de eso se trata: de gustar todo el tiempo a todo el mundo.

Pero, un buen día, descubres que las cosas no son así. Que es imposible mostrarse siempre perfecto. Ni siquiera es posible mostrarse siempre simplemente bien. Porque somos humanos, con nuestros recovecos, nuestros altos y bajos, nuestras luces y nuestras sombras. Y es necesario mostrarse ante los demás sin el maquillaje con que tapamos nuestras «faltillas», para ejercer la libertad de ser realmente quien se es, para que quienes nos vayan conociendo tengan la oportunidad de elegir si querernos o no. Sí, así es. Porque el que elige querernos tal y como somos, con esa persona nuestra relación será auténtica, fuerte y, quizás, duradera. Y si elige no querernos, al menos ninguno perderá energía en una relación (sea del tipo que sea) que no tenía nada de real y verdadero.

Expectación debería ser lo que sintiéramos en nuestras relaciones. Expectación en el sentido de apertura, de curiosidad, de atención e interés por conocer al otro, y por darse a conocer. Pero no una expectación con expectativas, pues las expectativas provocan exigencias y generan ideas que no dejan espacio para la realidad y la verdad.

Eso es lo que hace tan extraordinario el amor de Dios: que nos quiere tal cual somos. Con Él todo es así: ya nos conoce y, de antemano, ya sabemos que le caemos bien (aunque haya veces que ni siquiera nosotros nos soportemos a nosotros mismos). Ojalá estuviéramos expectantes ante qué hacer para devolverle tanto amor desinteresado.

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