Estos últimos días, dos tragedias han sacudido los informativos de medio mundo, aunque con desigual impacto en los medios y en las actuaciones de muchos gobiernos. Por un lado, cientos de inmigrantes naufragaron en las aguas del Jónico y, por otro lado, cinco pasajeros desaparecían en las profundidades del Atlántico en una cara expedición que visitaba los restos del legendario Titanic, convirtiéndose así en un agravio comparativo para mucha gente –con cierta parte de verdad, dicho sea de paso–.
Más allá de lo dramático de ambos hechos, no podemos negar que pese a todo emergen varias realidades tan comunes como propias del ser humano. La primera es que en nuestro mundo, para muchas personas y para muchos medios, hay vidas que a priori valen más que otras. O mejor dicho, pasaportes que valen más que otros y cuentas en el banco que valen más que otras. Cuando el valor de la vida solo se mide en derechos o en dinero, la dignidad humana vale lo que vale un titular y da lo mismo cinco que cincuenta, soslayando de esta forma que cada vida atesora un valor incalculable. Y por qué no, debemos reconocer con pena que si nuestra cultura exalta el dinero, el poder y la libertad por encima de la dignidad de cualquier vida humana, es probable que sin querer los ricos sean más valorados que los pobres que no pueden elegir…
Pero también debemos recordar que las tragedias llegan a nuestra vida sin avisar, y las comparaciones las carga el diablo. Los desenlaces extraños nos desvelan la fragilidad del hombre y que a veces la muerte llama a nuestra puerta de forma impredecible. Es el fatalismo del destino que tanto fascinaba al mundo griego y que no deja de estremecernos, y de la misma forma que no nos impacta igual la muerte de un joven que la de un anciano, o la de un enfermo terminal que la de un niño en un accidente. Por eso, es muy delicado equiparar las tragedias tan a la ligera, porque el impacto depende de muchas variables, entre ellas la inverosimilitud de los hechos, el morbo o la semejanza y la identificación con los afectados.
Es cierto que el dinero tiene más impacto de lo que parece, pero ante la tragedia humana que no entiende de dinero es muy complicado medir aquello que nos desgarra el corazón, y por ello no debemos dejar de poner nuestros ojos en la misericordia, en la resurrección y en un misterio que habita en lo profundo de nuestra realidad y que no podemos controlar.