Cuando mueren personajes de la influencia de Emilio Botín (presidente del Banco Santander) o Isidoro Álvarez (presidente de El Corte Inglés) son inevitables las opiniones contradictorias. Hemos leído y escuchado a los que los ensalzan como hombres de éxito, mecenas o grandes empresarios que expandieron sus negocios por medio mundo amasando una riqueza con tantos ceros que la gente normal no podemos hacernos una idea. Y, por otro lado, sus detractores señalan la cantidad y gravedad de las consecuencias de sus negocios, especialmente durante esta crisis en la que los bancos han especulado dejando a tantas familias en la pobreza y las grandes compañías han seguido obteniendo beneficios mientras sus empleados empeoraban sus condiciones.

Estos días era fácil encontrar tuits en los que fácilmente se les juzga con dudoso gusto. Pero detrás de estos “personajes”, como tantos otros, está la persona, a la que no creo que nadie pueda juzgar. No podemos saber qué movió a Botín o a Álvarez a lo largo de sus años, no sabemos qué pasó por sus mentes cuando vieron  la muerte de frente, no podemos entrar a su mundo de intenciones, de deseos o sueños.

Se convierten en noticia los fallecimientos de grandes personajes cuando cada día mueren por millares tantas gentes cuyos nombres e historias pasan desapercibidos. Al ver morir a Botín, Álvarez u otros personajes tan poderosos uno se plantea preguntas como cuál es el éxito que realmente importa, qué riquezas merece la pena atesorar o qué legado es el verdaderamente queremos dejar.

 

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