Superación, autorrealización, obtención de beneficios, productividad, retribución y rendimiento, calidad de vida… Algo de esto resuena dentro de nosotros no solo al marcar nuestras metas laborales, también cuando fijamos nuestro itinerario personal y cuando juzgamos el de los demás. Todas ellas son las razones de la meritocracia, algo que en los últimos años ha comenzado a establecerse en nuestro modo de pensar, convirtiéndonos en seres que, aunque proclamamos la libertad y la diversidad, nos hemos hecho mucho más moralizantes. Ante la mínima sospecha de fallo –incluso sin que el error haya sido certificado– se ha de imponer la pena del estancamiento, la bajada de nivel o hasta el ostracismo.
En esta idea de mundo –o por lo menos de humanidad– es impensable cualquier categoría o mérito que no provenga de las propias capacidades, lo heredado tiene incluso un punto de injusticia. Los que en el pasado eran calificados de ‘arribistas’, hoy son nuestros modelos sociales, de alguna manera han sudado su posición, nos han demostrado que el constante esfuerzo es lo que realmente te hace digno de prestigio y capital. Quizás por esto los jóvenes regalan horas a las grandes empresas, haciendo que en ocasiones sus progenitores se desvivan para que sus niños lleguen muy alto. Y es verdad que en esta mentalidad actual resulta muy difícil encontrarle una justificación y comprender este tipo de vidas sacadas de otro tiempo –aunque abunden en muchísimos contextos–.
La muerte de la reina de Inglaterra hace que todos los medios de comunicación ardan con fragmentos de su biografía y con incontables acontecimientos históricos: desde la nación que tenía que aceptar haber dejado de ser un imperio hasta el panorama político actual, desde un Londres en reconstrucción hasta la consolidación de la City. Una vida que parece haber tenido un momento y un tiempo para cada cosa, pero sobre todo una existencia marcada por la aceptación, de quién era y del papel que debía desempeñar, asumir la misión de acompañar y servir, de apoyar los diferentes momentos de un país, preocupándose, sufriendo y alegrándose según las circunstancias. Con sus luces y con sus sombras.
Quizás, aunque nos puedan parecer anacrónicos o disparatados los protocolos y los símbolos que rodean el mundo de los palacios y de las galas. Quizás, aunque nos pueda parecer injusto el disfrutar de unos derechos, privilegios y deberes distintos –únicamente por puro azar–, podemos pararnos para reflexionar sobre esas personas que no han luchado por ser, sino por estar a la altura de lo que la Historia les ha pedido que sean. Algo que da que pensar.