En estos días de invierno son muy pocos los peregrinos que llegan hasta Santiago. Por ello, hay más tiempo para atenderles sin prisa, para hablar y escuchar sus vivencias y para recibirles y darles la bienvenida con calma.

La mayoría de ellos han pasado verdaderas calamidades a lo largo de su peregrinación. La lluvia incesante e incluso la nieve. El frío que, al no haber casi sol, no da tregua. Los albergues y establecimientos cerrados. Los dolores musculares. La tentación grande de abandonar o de hacer trampas, cogiendo un autobús o un taxi. Y otras muchas situaciones hacen que su llegada a la Catedral sea más emocionante que lo habitual, pues supone haber superado adversidades a las que muchos peregrinos no se enfrentan en temporada alta.

Cuando se les pregunta la razón por la que decidieron hacer su camino en invierno, casi todos responden que fue porque huían de las masificaciones de la temporada alta. Y, sobre todo, porque querían hacer una peregrinación más extrema y radical en todos los sentidos (aunque, a veces, después se arrepintieran de ello o tuvieran la sensación de que se habían pasado).

Al observar hoy la vida religiosa, tengo la sensación de que en cierto modo se parece a estos peregrinos invernales. Puesto que la mayoría de sus miembros más jóvenes ha entrado en ella con un deseo de radicalidad, que huye de aquello que es lo fácil y convencional en esta vida. Se trata de una vocación no exenta de luchas y calamidades, ya que en muchas ocasiones se topa con la dificultad y el frío de quien se enfrenta a las condiciones de un largo invierno. Una peregrinación vital y existencial que exige fortaleza, lucha y renuncia, y que no está libre de la tentación del abandono. Pero que también cuenta con sus días soleados, sus tiempos de temperaturas suaves y los albergues y refugios en los que disfrutar al sentirse acogido. Y, sobre todo, una vocación que pide tener siempre ante los ojos quién fue el que la puso en marcha, y cuál es la meta hacia la que se dirige.

 

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