- Lo primero porque el guion es brillante. Se nota que Anthony Mc Carten sabe lo que quiere contar. Ni pretende ni promete exactitud histórica. Tal vez ninguna de las conversaciones que atraviesan la película haya tenido lugar tal cual. Y, sin embargo, el fondo es muy real. Aunque no fuera así, perfectamente podría haber sido –parece ser una conclusión legítima–.
- Por las interpretaciones de Anthony Hopkins y Jonathan Pryce. Ambos están magníficos y transmiten humanidad, fragilidad y ternura en sus papeles.
- Fernando Meirelles, conocido director de Ciudad de Dios, juega aquí con los planos que van mostrando un constante intercambio de roles. La composición de algunas secuencias es magnífica (por citar algunas, la velada en Castel Gandolfo con el piano y la televisión, el diálogo en la Capilla Sixtina entre Benedicto y Bergoglio, o los créditos donde ambos papas ven juntos la final del Mundial entre Argentina y Alemania).
- La música es el elemento que quizás más contribuye a subrayar la relación de la Iglesia con el mundo moderno y la cultura contemporánea. Cada canción tiene su motivo y su momento. Aparte de la pequeña gamberrada que es poner la música de Dancing Queen mientras entran los cardenales en el cónclave (quizás en una socarrona crítica a la pompa vaticana), son peculiares la versión de Bella Ciao (¿aplicada a un cardenal anti-sistema?); la voz de Mercedes Sosa en medio de imágenes de la violencia de la dictadura militar; el recorrido de Bergoglio por la Capilla Sixtina al ritmo combinado del jazz y la majestuosidad de un órgano; o ver la pasión de Bergoglio por el fútbol mientras de fondo suena Bésame mucho.
