- Porque es una obra maestra, cuyo visionado no pierde ni un ápice de frescura con los años. Su director, Roland Joffé, venía de estremecer al mundo con su primera película Los gritos del silencio. Esta segunda obra ganó la Palma de Oro en Cannes, reconocimiento internacional y puso para el director un listón de excelencia que no volvería a alcanzar.
- Por su guion, que consigue dramatizar al tiempo lo que fue la maravilla evangelizadora de las reducciones jesuíticas en América, y algunos de los motivos que llevarían a la expulsión de la Compañía de Jesús, primero de España y Portugal, y finalmente su supresión en la Iglesia del s. XVIII.
- Las interpretaciones de Jeremy Irons y Robert de Niro, que cargan con el peso de la cinta, son sólidas y transmiten con solvencia los dilemas de sus personajes. Ray McAnally como el nuncio del Papa, el cardinal Altamirano, también es brillante.
- Dos aspectos técnicos destacan sobre todos los demás. La fotografía de Chris Menges, justo merecedor del Óscar, nos zambulle en la exuberancia de un mundo virgen. La banda sonora, espectacular creación de Ennio Moricone, que debería sin duda haber ganado el Óscar de aquel año (y es, si no la mejor, una de las mejores BSO de todos los tiempos).
