Indios y vaqueros. Corte y aldea. Cal y arena. Son frecuentes las parejas que expresan tensión y enfrentamiento que, sin darnos cuenta, influyen nuestra percepción. Vemos la realidad como una lucha entre blanco y negro, izquierda y derecha, norte y sur.
Contra esa percepción de la vida como batalla, los católicos tenemos un superpoder que, al contrario que los héroes de los tebeos, no queremos quedarnos para nosotros: ¡ojalá lo prueben cuantos más mejor! Se trata de un don que empezó como algo diminuto, escondido en un rincón remoto para convertir su aparición en un evento espectacular.
Se llama Jesucristo, pero también responde a los nombres de Mesías, Salvador o Rey de los judíos. El del cosquilleo frío que dice la canción de Alcalá Norte. Fue un bebé que llegó haciendo con tranquilo estruendo, con estrellas que guiaban a los sabios de otras tierras hacia sí, con ángeles que sobrecogían con todo lujo de efectos a los pastores más pequeños.
Después se convirtió en un hombre que armó cuanto revuelo pudo. Se enfrentó a injustos e hipócritas. Animó a los deprimidos. Admiró a los despreciados. Alguien a quien no hemos podido tocar ni escuchar, pero que tenemos más presente que a muchos de los que nos rodean.
Y si no lo tenemos, que sea hoy el día en que nos alistamos a la legión de humildes y poderosos, pastores y magos, marginados y terratenientes. Parejas unidas en el Amor que, al verlo, han compartido el gozo de saber que nada es tan grave. Que el camino derecho es sencillo: escuchar con confianza la vida y palabra de Jesús para imitarlo con todas nuestras fuerzas. Seamos imitadores del que dio su vida para que leguemos a entender, de su mano, que la vida es un río de agua clara como el cristal.



