Muchas veces nos preguntamos hacia dónde nos lleva el Espíritu, qué quiere Dios de nosotros. Y entonces nuestra imaginación echa a volar y pensamos viajes, vidas, relaciones y un montón de proyectos, que están fenomenal, dicho sea de paso. Es bueno y es deseable, y la parálisis no es la mejor compañera en la vida espiritual. Sin embargo, hay un riesgo: pensar que nuestro yo soñado -por Dios y por nosotros- está lejos de aquí.

Hay veces que ese sueño es cierto. Y necesitamos soltar lastre y partir lejos, y empezar una vida nueva: otra ciudad, otro trabajo, otra persona, otra vocación. Pero otras tantas, la llamada del espíritu está en el aquí y en el ahora. En hacer las cosas bien, o incluso mejor. En amar más nuestra vida, y la de los otros. En buscar la voluntad de Dios en los pequeños rincones de nuestra realidad y en estar atentos a las necesidades de los demás, especialmente de los pobres que tenemos cerca. En definitiva, en meter a Dios en nuestra vida, en hacer las cosas con Él. En ser mejor cristiano, en ser mejor persona.

Hay una tensión propia de nuestra querida lengua: entre el ser y el estar, que están llamados a coincidir en el tiempo y en el espacio. Estar donde podemos ser, ser donde debemos estar. La santidad no es para mañana. Empieza hoy, en nuestra realidad, viviendo con misericordia, yendo al máximo, dándolo todo, sin dejarnos nada. Y desde ahí preguntarnos dónde nos lleva el Espíritu, una y otra vez. 

Ojalá dejemos que el Espíritu nos lleve lejos, pero antes de nada, dejemos que nos diga dónde y cómo debemos estar.

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