Una de las tareas más dificultosas de la propia existencia es aprender a situarse ante la propia vida. Al fin y al cabo, esta no es una cuestión muy novedosa: se la llevan formulando un ingente número de personas a lo largo de la Historia.
Muchas veces nos sorprendemos a nosotros mismos preguntándonos si el sitio que ocupamos en nuestra vida es aquel que, años atrás, habíamos soñado o deseado. Nuestro espíritu está inquieto y no descansa, y una sutil lluvia de interrogantes parece envolverlo todo. Esto puede hacernos caer en un cruel desánimo, que nos hace perder el sentido de casi todas las cosas, y nos vamos conformando con frases hechas que terminamos por creernos. Sin embargo, lo más peligroso de esta situación es que olvidemos que llevamos un tesoro en las vasijas de barro que somos; y que la cuestión no es tanto saber dónde estamos sino cómo estamos. Es imposible saber qué tierra pisamos si antes no tenemos claro quiénes somos.
Situarse ante la vida no es nada fácil, pero el modo en que nos situemos ante Dios en nuestra vida dirá mucho de cómo afrontamos las realidades que nos confrontan. En un mundo en que una imagen vale más que mil palabras debemos acostumbrarnos a que no siempre nos fotografiarán por el perfil bueno, sabiendo que para Dios no existen los perfiles malos, sino las personas y el corazón que late en cada una de ellas desde antes de nacer.
Aun así, podemos empeñarnos una y otra vez en situarnos como a nosotros nos parezca, aunque ya se encargue la vida de devolvernos a nuestro justo lugar de criaturas, perdiendo un protagonismo que ni nos hace bien ni nos pertenece. Dejar atrás estos protagonismos nos libera, porque nos hace capaces de reconocer que estamos cansados, o que tenemos sed, sin importarnos ya las miradas displicentes de los demás. Es exactamente en el momento en que nos sentimos débiles cuando vamos ocupando el lugar preparado para nosotros; cuando nos damos cuenta de que prácticamente nada depende de nosotros. Ahí está nuestra casa, nuestro espacio, nuestro sitio.
Encontrar nuestro sitio, a fin de cuentas, no tiene mucho que ver con aquello que queremos, sino adónde somos llevados. Existe una pasividad misteriosa que a veces nos conduce adonde no queremos (Jn 21, 18), pero que extrañamente ejerce en nosotros una atracción sutil y pacífica en la que confiamos. Los caminos vocacionales no se eligen, ni tampoco se sueñan, sino que se van iluminando mientras que nosotros los vamos descubriendo.
Y una vez llegados a esta tierra sagrada que podemos decir ‘nuestra’ solo cabe arrodillarse y contemplar.