Seguramente los Juegos Olímpicos sean uno de esos pocos eventos en los que la humanidad logra ponerse de acuerdo durante al menos unos días, y aunque muchos pretender exhibir y exigir su ideología –siempre ha ocurrido, dicho sea de paso– y fijarse en sus propias modas, dinámicas y obsesiones, allí brilla la tolerancia y el esfuerzo, pero también la diversidad, el espectáculo y el saber que la sana competición nos puede hacer mejores. Incluso aspectos denostados por algunos en estos tiempos como el honor, la ambición o el significado de banderas e himnos cobran valor de nuevo.

Y quizás lejos de tanta expectación y del foco de las cámaras y del dinero de la publicidad surgen los Juegos Paralímpicos semanas más tarde, justo cuando la mayoría empezamos a pensar en la Liga y en otras tantas competiciones deportivas. Y si ya en los JJ.OO. cada medalla supone una auténtica gesta, en los Paralímpicos cada participación conlleva ya una victoria para cada atleta, para cada familia y para cada país que participa. No es exagerado afirmar que en un mundo que menosprecia la discapacidad a todos los niveles, cada historia es un ejemplo de participación y de afirmación de la vida y de la esperanza, y en muchos casos una muestra de que el sufrimiento no puede tener nunca la última palabra.

Entre las interminables historias de superación están los que nacieron con una discapacidad o para los que una enfermedad, un accidente o por desgracia la violencia les impusieron una losa muy difícil de levantar. Sin embargo, su esfuerzo y su superación nos recuerdan que los límites en nuestra vida no están para romperlos o para paralizarnos, más bien para aceptarlos con lucidez y para estirarlos de tal forma que la flaqueza y el sufrimiento se conviertan en espacios de crecimiento y en motivos para creer en el futuro y, por qué no,  para hacernos un poco mejores.

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