Estamos cerca de la clausura de los Juegos Paralímpicos de París. Puede que a nivel mediático, se trate de una especie de epílogo deportivo sin mucho interés tras un intenso verano competitivo. Sin embargo, quizás este evento pueda enseñarnos más de lo que nosotros nos creemos.

En primer lugar, porque la auténtica calidad de una de una sociedad no se mide por el ranking en criterios económicos, ni por la tecnología ni por otros estándares numéricos. Y es que buena parte se mide por la calidad de la inclusión de los más vulnerables, y aquí, los equipos paralímpicos son un bello ejemplo de integración, sin ruido mediático ni estridencias varias. Y además, en un tiempo en el que impera la cultura de la muerte -descartando al que «no vale»-, que personas con discapacidad -sea cual sea- tengan visibilidad, muestren sus talentos y puedan competir en la mayor igualdad posible, es sí o sí un oro para cualquier sociedad.

Y sobre todo, si en los Juegos Olímpicos los héroes subían al pódium por ser los más altos, lo más rápidos y los más fuertes, aquí cada deportista -desconocido en la mayoría de los casos- es un héroe en sí mismo. Y no por el resultado, sino por no haberse rendido ante la adversidad, y por haber hecho de su limitación una puerta hacia la vida. Por aceptar la realidad tal cual es, con toda su crudeza y por no bajar los brazos ni caer en el victimismo que tanto predomina en nuestra época.

Ojalá nuestra cultura sepa impregnarse de este modo de aceptar la realidad, y ojalá, también como sociedad, aprendamos a valorar y a apreciar cada uno de sus logros, tengan o no medalla.

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