La primera noticia que he leído esta mañana al despertarme ha sido que Fernando Simón había hecho un llamamiento a los influencers para que le ayudaran a concienciar a la juventud de la gravedad de la situación actual. Al principio he pensado que se trataba de otro bulo más, pero cuando he comprobado que era verdad reconozco que me ha costado asimilarlo.

No entro a valorar si la decisión tomada por el director del CCAES de delegar –al menos, parcialmente– la difusión de un mensaje de vital importancia en otros es apropiada o no. Si yo estuviera en su lugar, tampoco sabría ya cómo hacerles entender a los jóvenes que esta pandemia es cosa de todos y que ellos tienen un peso particularmente significativo en la propagación del virus que la causa.

Lo que sí voy a entrar a valorar es que haya tenido que recurrir a influencers para hacerlo porque me parece que es un gesto que refleja a la perfección la sociedad exhibicionista, superflua y borrega en la que vivimos.

Cuando el mensaje proviene de una persona con responsabilidad pública no le hacemos caso porque ya no nos creemos nada. Además, los jóvenes queremos pensar que esto solo afecta a los mayores. Y no podemos olvidar que ya hemos sobrevivido heroicamente a tres meses de confinamiento. Así que, cuando nuestro cuerpo pide recompensa, encontramos que nos imponen esta «nueva normalidad» sin fecha de caducidad que nos exige renunciar a viajes, conciertos, fiestas en las que celebramos acontecimientos importantes (bodas, graduaciones, cumpleaños…), salidas nocturnas, excursiones, partidos de fútbol… Es normal que nos rebelemos. Se nos hace una montaña renunciar a todo esto.

Pero, ¿y si ser responsables ahora se convirtiera en tendencia porque unos cuantos influencers popularizaran el uso adecuado de mascarillas, consignas claras contra el botellón, reuniones de cuatro o cinco personas en las que pedir que se mantenga la distancia de seguridad no fuera motivo de burla, o incluso promocionaran actividades individuales como leer, pintar, o tocar un instrumento?

Es posible que de este modo se consiguiera el objetivo buscado por las autoridades: unos extraños (imagino que debidamente remunerados) nos habrían hecho atractivo, a través de stories, selfis y vídeos, una «nueva normalidad» que a priori no engancha a la juventud. ¿El fin justifica los medios? Asusta pensar que llegáramos a imitarlos, sin mayores contemplaciones, sólo por sentirnos parte de la masa, por miedo a desentonar.

En esta situación anómala y excepcional, en esta pandemia, es importante que todos actuemos de una determinada forma a la que no estamos acostumbrados. Pero es aún más importante hacerlo desde el convencimiento de que es nuestro comportamiento individual el que puede poner fin a esta crisis sanitaria. Hemos de entender que se nos exigen sacrificios porque formamos parte de una sociedad interconectada, donde lo que una persona hace repercute en su vecino, en su compañero de trabajo, en sus abuelos, en sus amigos…

Urge pensar, no vale solo imitar. Tenemos que comprender que las renuncias no son absurdas. Si se nos impone dejar de hacer cosas intrínsecamente buenas –las celebraciones multitudinarias, por ejemplo–, es en aras de un bien colectivo superior.

Ojalá lo logremos. Y, puestos a pedir, que esa final feliz sea el fruto del reconocimiento individual de la necesidad de actuar conjunta y conscientemente por un resultado, y no la mera aceptación de unas nuevas pautas marcadas por otros.

Te puede interesar