Es una de las imágenes más famosas del franquismo: cuatro señores de cierta edad se dan un baño en la playa. Entre ellos está Manuel Fraga, en aquel entonces ministro de información y turismo, y Angier Biddle Duke, embajador norteamericano en Madrid. La imagen parece hasta simpática, algo así como cuatro abuelos en la costa almeriense en pleno mes de enero que sonríen y saludan a la cámara. Era la época del desarrollismo, del boom turístico. El amigo americano. Y aquí no había pasado nada.
En Palomares, la mañana del 17 de enero de 1966, el cielo estaba totalmente despejado. Eso sí, hacía frío y viento. Palomares era una pequeñísima pedanía costera de Cuevas de Almanzora, un pueblo situado en la comarca del Levante Almeriense. Una zona pobre de una provincia aún más pobre. En aquella época Almería, como Andalucía en general, por sus niveles de subdesarrollo podía considerarse ‘Tercer Mundo’. La emigración –a Cataluña, País Vasco, Alemania…– era la única solución ante la falta de oportunidades. Pero todo pudo haber sido peor.
Cuatro aviones del ejército norteamericano se acercaban a la costa. Uno de ellos, un B-52, regresaba a Estados Unidos procedente de Turquía. Eran los tiempos de la Guerra Fría, de la lucha contra el enemigo soviético y España era un puesto clave para los Estados Unidos gracias a las bases de Morón de la Frontera, Torrejón o Rota. El viaje era largo y la aeronave debía repostar en vuelo gracias a un avión cisterna. En teoría era una operación sencilla, casi rutinaria. Pero algo falló. De pronto, en la maniobra de aproximación, el avión cisterna estalló. Al instante el B-52 se vio envuelto en llamas. Murieron todos los tripulantes del avión cisterna y solo cuatro de los siete tripulantes del B-52 pudieron saltar en paracaídas.
Cuatro bombas termonucleares –aproximadamente 65 veces más potentes que las bombas de Hiroshima y Nagasaki– se dirigían al suelo almeriense entre los restos en llamas de los dos aviones. Dos de las bombas cayeron con sus correspondientes paracaídas –la primera en la desembocadura del río Almanzora, la segunda en el mar–. Las otras dos cayeron sin paracaídas, una en un solar del pueblo y la otra en unos montes cercanos. Estas dos bombas, debido al fuerte impacto y a la detonación del explosivo básico que contenían, se rompieron en varios trozos, emitiendo una radiación tal que posteriormente llegaron a saturar los medidores de la época.
El ejército norteamericano se movilizó en seguida, quizás más preocupado en recuperar las cuatro bombas que en la correcta descontaminación del suelo. En la zona no hubo plan de evacuación y apenas se informó a la población de lo sucedido (más tarde llegaron los análisis y los controles). Pronto acudieron miembros del gobierno y diplomáticos americanos. La famosa ‘foto de Palomares’ era como el final feliz de un suceso casi anecdótico. Pero la historia nuclear aún continúa. Hace pocos años, en 2007, se localizaron focos de radioactividad en zonas que se consideraban seguras. Aún hoy en la zona hay 300.000 metros cuadrados contaminados.
Pudo haber sido peor. Y quizás no fue una simple anécdota. Palomares nos recuerda la importancia de afrontar nuestros errores con madurez y con seriedad. A menudo, por pura inseguridad –o también por simple interés– intentamos que los demás no noten nuestras faltas ni nuestras debilidades. Tenemos miedo a perder ante los demás esa imagen intachable que ni nosotros mismos nos creemos. Que nadie note que hemos fallado. Que nadie sepa que somos humanos. Y ahí entra la foto de la playa. Porque realmente todos nosotros –como aquella mañana en aquella playa de Palomares– hemos sonreído como si no hubiese pasado nada. Como si nuestros errores no tuviesen consecuencias. Como si no dejásemos gente herida por medio de nuestros actos o decisiones.
También Palomares nos habla de lo fácil que fue –y es– engañar a los humildes y a los pobres. Aún hoy los habitantes de muchas regiones del mundo sufren verdaderos crímenes ecológicos por los intereses del primer mundo, como la industria maderera en el Amazonas, la minería en África, la pesca y la contaminación en zonas del sudeste asiático, etc. Pero eso nos queda muy lejos y nos puede parecer una realidad incómoda. Como lo que pudo pasar aquella mañana de enero en Almería.