Pareció un relámpago. Una luz brillante y silenciosa iluminó durante unos segundos el cielo de Prípiat la madrugada de aquel 26 de abril de 1986. Pero era extraño: aquella noche la temperatura era agradable y apenas había nubes en el cielo. Ese destello blanquecino, de color lechoso, había durado más de la cuenta. Sería el relámpago de alguna tormenta de primavera. Además, eran casi la una y media. Había que dormir.

Los 50.000 habitantes de Prípiat no se preocuparon mucho. Por aquel entonces la ciudad se preparaba para la festividad del 1º de mayo, una de las fiestas más populares en la Unión Soviética. Todo estaba casi listo: el desfile de los trabajadores, el homenaje a los veteranos de la Gran Guerra, la representación teatral organizada por los alumnos del instituto… Por si fuera poco, ese mismo día se inauguraba el parque de atracciones local, todo un orgullo para sus habitantes.

Prípiat no era una ciudad cualquiera. Construida en 1970, nació junto a la central nuclear ‘Lenin’ para albergar a los constructores, trabajadores e ingenieros de ésta. Era una ciudad tremendamente joven: la edad media era de 26 años. La natalidad era altísima, casi 1000 niños nacían cada año. La ciudad contaba entonces con un cine, un hotel, gimnasios, piscinas y varios restaurantes, un verdadero lujo para cualquier ciudad soviética de la época. Todo limpio, ordenado, moderno, joven, eficiente. La central nuclear y la ciudad: un éxito socialista.

Pero los habitantes dormían sin saber que a menos de dos kilómetros el reactor número 4 de la central nuclear saltaba por los aires. La radiación equivalente a 500 bombas de Hiroshima estaba convirtiendo el aire en puro veneno. A la 1:24 de la madrugada lo que pretendía ser una sencilla prueba de seguridad provocó una explosión que destapó la cubierta de uno de los reactores de la central. Pocos minutos después comenzaron a llegar bomberos de toda la región para frenar el desastre. Había que intentar parar el fuego para que el reactor nº 3 no estallara también. Horas después consiguieron apagar el fuego. Algunos bomberos comentaban extrañados que «el aire sabía a metal». Muchos murieron días después. El resto falleció a lo largo de dos semanas debido a las enormes dosis de radiación recibidas.

Al día siguiente todo debía parecer normal. Los colegios no cerraron y la gente siguió con su vida habitual. Las autoridades soviéticas, acostumbradas al hermetismo y a la censura, tardaron 36 horas en iniciar la evacuación de Prípiat. La única razón la dieron con un breve comunicado por la radio local: «situación insatisfactoria». Nada más. La URSS mostró una vez más su poco respeto por la vida humana, el desprecio que sentía ante sus ciudadanos, simples peones al servicio de un régimen totalitario. Hasta tres días y medio duró la evacuación. Mientras tanto, los habitantes de Prípiat recibían dosis de radiación tremendamente elevadas.

Seguidamente, el gobierno de la URSS convocó a miles de personas para ayudar a paliar las consecuencias del accidente. Fueron 600.000 personas. Los llamaron ‘liquidadores’. Una cantidad veinte veces mayor con la que Napoleón partió para la conquista de Egipto. Seis veces más grande que los soldados aliados que desembarcaron en Normandía. Esa multitud estaba en su mayoría compuesta de soldados, pero también había muchísimos voluntarios: médicos, trabajadores, científicos, campesinos, mineros –miles–, estudiantes, policías, etc. Muchos de ellos iban con la esperanza de recibir alguna compensación económica o laboral. Otros, la gran mayoría, llegaron desde toda la Unión Soviética con el único objetivo de salvar a su país de la catástrofe nuclear.

Aseguraron el edificio del reactor 4, limpiaron el área de basura radiactiva y construyeron el sarcófago que aún cubre gran parte de la central. Realizaron un trabajo mortal: hoy día se discute el número de víctimas, pero se calcula que de las 600.000 personas antes mencionadas, 60.000 murieron, mientras que 160.000 quedaron inválidas para siempre.

32 años después un sacrificio de este tipo nos puede parecer absurdo. Inexplicable. Ir a un lugar peligroso, con ridículas protecciones de papel y tela, con la única intención de ayudar a tu gente –a tu país– puede parecernos un acto estúpido. El desastre atómico de Chernóbil generó un milagro: en medio de un sistema dictatorial y en el contexto de un accidente nuclear la vida apareció con una fuerza arrolladora. Vida que se dio a sí misma. Hasta las últimas consecuencias.

El Viernes Santo del pasado año el papa Francisco pronunció estas palabras «A pesar de todas las miserias, las injusticias y la monstruosidad existentes sobre la tierra, en Jesús se ha inaugurado ya el orden definitivo del mundo». Hoy día, muchas noticias nos hacen ver que todo está perdido: que la muerte, el egoísmo y la violencia son la tónica habitual de nuestro tiempo. La imagen de los ‘liquidadores’, con su escasa protección, luchando sin descanso contra la radiación en un acto casi suicida nos recuerda que, 2000 años después, el amor y la vida siguen siendo mucho más fuertes que la muerte.

 

 

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