Selfi, nomofobia, apli, árbitra, impago, abdicar, ucraniano, ébola, superluna, postureo, dron y amigovio.

Son las doce palabras que se han considerado para elegir el neologismo del año. Selfi ha sido la elegida. Palabras que hablan de nuevas tecnologías, de género, de economía, de la actualidad de hoy que mañana pasa al olvido, de redes sociales o de nuevas dinámicas en las relaciones. En el fondo lo que muestran es que vivimos en una sociedad que cambia. A marchas forzadas. Una sociedad acelerada, que ve emerger novedad tras novedad; que genera nuevas adicciones (la nomofobia es el miedo a no estar conectados); que da, con el lenguaje, carta de ciudadanía a nuevas formas de vivir los afectos (los amigovios son los amigos con derecho a roce; no es algo nuevo, pero sí creciente, y es que parece que esto del roce sin compromiso es algo que cada vez se lleva más); que llena páginas y páginas hoy con noticias de un día que luego se olvidarán (en 2013 la palabra fue escrache. ¿Alguien la ha vuelto a pronunciar en los medios?).

 El lenguaje es poderoso. Es intenso. Es necesario. Y es un reflejo de presencias y ausencias, de poder y silencio. Hay palabras que necesitan mantenerse vivas: justicia, libertad, igualdad, paz, compasión. Para que no se olviden, sepultadas por modas o novedades. Hay palabras que han de pronunciarse allá donde se pueden tomar decisiones (¿quién habla hoy, por ejemplo, en nombre de los cristianos brutalmente masacrados en Irak?). Hay palabras como “te quiero” que han de decirse solo si de verdad significan algo, para no banalizarlas. 

 Estos días se nos recuerda que Dios es Palabra. Una Palabra que se hizo vida. Y acampó entre nosotros. Una Palabra poderosa, chocante, coherente, hecha carne y sangre, hecha lágrima y risa. Hecha abrazo. Una palabra que es de siempre, y es eterna. Grabada a fuego en nuestra entraña. Aunque no esté tan de moda.

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