Aquel hombre no hacía más que mirar hacia fuera. Desde la ventana podía ver el camino por el que se llega a su casa. Su hija se había ido por ese mismo camino. Él le había dado todo lo que ella le había pedido, y se había ido. No había hecho nada por retenerla, la quería tanto… Y era tan consciente del deseo que tenía de salir que no se le ocurrió hacer nada para evitarlo. Era tan grande su ilusión y le pareció que era tan feliz, que seguramente no se hubiera atrevido.
Lo que más le preocupaba es que algo malo pudiera pasarle, entonces sí que no se lo perdonaría. Por otra parte, estaba triste porque parecía que ella se hubiese olvidado de él. Quería dejarle espacio, respetaba su decisión, pero le hubiese gustado que le hiciese saber cómo estaba, o al menos que había llegado. Sin embargo no tenía noticias de ella. Tenía la esperanza de que estuviese bien, pero aún así no hacía más que asomarse, por si volvía, de un modo casi inconsciente, como si mirando por más tiempo fuese a aparecer. Esperaba que si necesitaba algo se lo diría, y ya verían cómo hacer.
Todavía estaba lejos cuando el padre vio a su hija que volvía, sola y borracha. En cuanto la vio, se conmovió y salió corriendo a buscarla. Cuando llegó donde estaba ella la abrazó y la besó. La joven dijo: «Papá, lo siento. Me olvidé de que estabais en casa. Me he quedado sin dinero, gasté todo lo que me diste. Me muero de vergüenza…». Ella hubiera seguido hablando, pero el padre estaba tan contento que la interrumpió y casi sin soltarla la hizo pasar. Le preparó el baño para que se duchara, su habitación para que pudiera descansar, le dio la mejor ropa que encontró para que se vistiera. Estaba encantado. Avisó a todo el mundo en la casa, y prepararon una gran comida, sacaron lo mejor que tenían, como en los días de fiesta, ¡aquello iba a ser un banquete!
Dijo el padre: «Vamos a celebrar que mi hija ha vuelto. No sabíamos dónde estaba, pero ha regresado y ahora está bien. Estaba muerta, pero ha vuelto a la vida». Y así empezaron a hacer fiesta.