No es una enfermedad, más bien es una epidemia. Afecta a jóvenes y no tan jóvenes a lo largo y ancho del mundo, en especial en aquellos países donde parece que es más fácil vivir. No es una alianza de sangre ni una entrevista con un viejo vestido de rojo envuelto en lenguas de fuego, tampoco se trata de una joven seductora como tantas veces el cine y la publicidad nos han hecho creer. Es más sutil, y por eso es tan dañino como peligroso.
Estamos hablando de un fenómeno que se manifiesta de muchas formas. En ocasiones es el padre que renuncia a pasar horas con sus hijos por aumentar inútilmente las cifras en su cuenta corriente. Los proyectos rotos por cantos de sirena que solo trajeron dolor y confusión. El joven que se convierte en uno más del rebaño y rebaja los sueños por miedo a fracasar. Es el artista que pospone sus proyectos para la jubilación o el corazón inquieto que rellena su agenda con ocio y viajes por miedo a descubrir qué quiere Dios de él. Y así una lista interminable de síntomas que llevan a muchas personas a vivir a medias, a no aspirar a más que a lo de siempre y a romper sus sueños más hondos por conformismo, miedo o apatía.
Aunque sea fácil verlo en los otros, cada uno de nosotros debe jugar alguna vez la partida del todo o nada. Esos momentos en los que hay que optar por el órdago o por dejar pasar el tiempo –y la vida–. El instante en el que buscar qué quiere realmente Dios de cada uno de nosotros o pactar con el diablo que se esconderá siempre tras un argumento muy bien razonado. Ojalá tengamos la capacidad para descubrir que nuestra vida no está hecha para el borreguismo que paraliza sino para forjar grandes historias a base de amor y descubrir que hay alguien que nos guía y nos sostiene a pesar de nuestros infinitos miedos.