Estamos acostumbrados a que los seguros de vida, de salud o de moto evalúen los posibles riesgos para proponernos una cuota con la que estar protegidos ante eventualidades futuras como la muerte, una enfermedad o un accidente de tráfico.
En el colegio a todos nos enseñan a ir eligiendo qué batallas merecen la pena. Sabemos qué se puede hacer con cada profesor y cuándo plantar cara al grupo dominante de alumnos o decidir que es más rentable quedarse callado. El joven aprende cómo ir adaptándose a la realidad para salir siempre victorioso de los desafíos.
En casa sabemos cuáles son los límites. Lo vamos aprendiendo a base de caricias y collejas. Nos van enseñando que las decisiones tienen sus consecuencias y que hay momentos y circunstancias que no tienen vuelta atrás. Por eso es bueno ir midiendo si algo merece la pena o no.
En el mundo de la economía al valor de la alternativa a la que renunciamos cuando tomamos una determinada decisión, incluyendo los beneficios que podríamos haber obtenido al haber escogido la opción alternativa, se le denomina coste de oportunidad.
El coste de oportunidad, medir las consecuencias, o el miedo a perder es hoy la enfermedad que atenaza vivir la vida en plenitud, al modo de Jesucristo. No es que falte fe o esperanza entre los jóvenes. Es solo que estamos adiestrados para medir las consecuencias, para no perder. Atenazados por el coste de oportunidad, aterrorizados ante la posibilidad de sufrir, compungidos por la contingencia de perder comodidad, afecto o éxito vamos viendo pasar los trenes de nuestra vida. Uno tras otro. Olvidando que el corazón entiende poco de razones. Que la lógica del amor gratuito no tiene coste de oportunidad porque no mira más ganancia que el bien del otro, que el bien común. Sin reconocer que el reino de los Cielos sabe, en tantas ocasiones, a derrota en la Tierra. Saciados de vida, somos incapaces de aventurarnos a experimentar la Vida en abundancia, que es Cristo mismo y nos propone.