Todo el mundo sabe que la nochevieja es la última noche del año. O la primera. Según se mire. La noche del 31 de diciembre al 1 de enero. Una noche marcada por la despedida y un nuevo comienzo. Y por las uvas. Una noche de celebración, de encuentros. Para quienes se animan, de cotillón. Una noche muy especial. Única. ¿Única? Ya no. Desde hace años, en Salamanca se celebra a mediados de diciembre la nochevieja universitaria. Otra convocatoria para disfrutar el fin de año con los amigos. Justificada con variaciones sobre el argumento de que «es la forma de poder celebrar el fin de año con tus compañeros de estudios, porque si no, luego, en Navidad, estás en casa».

Pero ese argumento es una trampa. Y un signo de estos tiempos en los que, en lugar de renunciar a algo, es mejor romper la realidad, transformarla o rebajarla. Si quiero celebrar dos nocheviejas, ¿por qué no? Y ya puestos, una al mes. Si quiero tomar 12 uvas cada semana, ¿por qué no? Si quiero hacer tres cotillones, ¿por qué no? Si quiero campanadas en Adviento, ¿por qué no?

He aquí mis porqués para el no. Porque lo que es único se adultera y se rebaja cuando se trivializa. Porque merece la pena mantener el carácter excepcional de algunas vivencias y celebraciones, precisamente para que se puedan esperar con ganas, pero también con paciencia. Porque creo que tener que elegir (y renunciar), en lugar de torcerle el brazo a la realidad para no tener que hacerlo, es mucho más formativo. Porque el valor y el sentido de los rituales que nos damos, ya sean uvas, campanadas, brindis o buenos deseos, se pierde cuando se saca de su lugar y su contexto.

Supongo que también será porque ya no tengo 18 años.

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