Líbranos, Señor, de la tristeza

Líbranos, Señor, de la tristeza.
Mana desde heridas viejas
y desde nuevos golpes repentinos
no bastante llorados
en lo que tienen de despojo,
ni bastante acogidos
en lo que tienen de nueva libertad.

Se infiltra astuta en la mirada
y apaga el brillo
de las realidades cotidianas.
Va depositando
en la coyuntura de los huesos
su rigidez y su torpeza.
Un aire inasible
empapa de desazón indescifrable
los recuerdos luminosos.
Las certezas cálidas de ayer
parecen arqueología ajena,
esculturas sin nombre
en plazas olvidadas.
Como nube empujada por el viento
con formas grotescas y cambiantes
nos oculta el horizonte
con su amenaza fantasmal.

La tristeza se esconde
bajo el deber cumplido
y la respuesta esperada por la gente.

Maquilla su rostro
con arrugas de ayuno.
Se disfraza de sensatez
que todo lo calcula bien.
Va doblando las espaldas
con el ancho escapulario
de los «cofrades resignados»,
que han visto y saben todo,
y ya no esperan nada nuevo
que valga la pena celebrar.

Al pasar las siluetas juveniles
con sus risas de colores,
va quedando un poso de nostalgia,
de oportunidades nunca atrapadas
en el puño ya sin fuerza.
La tristeza nos deja en el alma
un residio de vida usada,
de Dios de catecismo
con las preguntas y respuestas
ya sabidas de memoria,
repetidas hasta el tedio.
¡Líbranos de la tristeza,
Señor de la alegría!

 

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