En aquel momento éramos once.
Porque el Señor
siempre nos dejó la posibilidad de no creer.
De equivocarnos.
De irnos a otra parte.
Sin Él.
Pero los que quedamos
comenzamos a sentir mucha alegría,
como si todo se llenase de una luz nueva.
Como cuando el sol da de lleno en las fachadas
y llena de destellos el mar y el río.
La vida parecía tener otro sentido,
en cualquier parte el mismo:
reconocerlo a Él, darlo a conocer.
Bautizar.
Con agua y con palabras,
con lo mismo que habíamos sido bautizados
y seguíamos siendo bautizados cada día.
Lo que parecía que toda la vida
estaría gritando y royendo por dentro
de repente se callaba,
enmudecía,
se sometía a algo más poderoso que él.
A veces
nos poníamos a hablar
y no podíamos reconocernos.
Ni siquiera hacía falta pensarlo mucho,
sencillamente pasaba:
una nueva palabra,
menos quejosa, con más vida.
Ya no chirriábamos.
Podíamos mirar de frente nuestros miedos,
detener su deriva incontrolable.
Veíamos cómo se hacían cada vez más pequeños,
se deshinchaban hasta poderlos mirar con ternura,
desprovistos de su dinamita.
Ahora, vivir era más fácil,
más ligero.
Él llevaba la mayor parte de la carga
y nosotros, liberados, liberábamos.