¡Venid!
–vocea el profeta–
a la Plaza del Perdón.
No os quedéis solos con el daño
limpiando torpes la habitación.
Huele ya el pan cocido
impregnando cada rincón.
Traed vuestras hojas secas
y el vino que no maduró.
Sentémonos debajo del árbol,
y entablemos conversación:
¿Qué te pasó, Juanito?
Pues que alguien me pegó
y los dientes me chirrían
sobre todo, cuando hace calor.
¿Por qué lloras, Anita?
Pues que queriendo acariciar
le di a una amiga un pescozón,
y ahora me duelen las tripas
más que la nieve a una flor.
Vamos a mirarnos todos
en la Plaza del Perdón.
Pues no hay dolor de uno solo
y pecado que no tengan dos.
Pero cuando a otro mires,
mira sobre todo a Dios.
No vaya a ser que digas
ebrio de vano furor:
¡Qué bueno que hago limosna
y me pongo en oración!
Vamos a mirarnos todos
en la Plaza del Perdón.
Pero da tus ojos solo
a Aquel que la creó.
Murió como un delincuente
y así el delito aplastó.