Subo al templo cargado Señor,
De mis obligaciones cumplidas, de horas entregadas,
De servicio, capacidades y retos,
De sueño y vela, de vidas e historias,
De agradecimiento y de falta de él,
De sentirme satisfecho por haberme entregado,
A la vez que arrepentido por lo que me he reservado.
Al llegar a lo alto hago mi ofrenda,
Con una humildad que en el fondo ostenta.
¿Pensando en Dios? ¿O quizá más en mí mismo?
Aquí tienes Señor esto, que hizo funcionar aquello,
Aquí esta noche en vela, semilla de un imposible,
Aquí los desvelos, que impidieron que aquello muriera,
Aquí las gracias dadas por la gente,
Y aquí también, todo lo que otros no hacen,
Lo que suplo entre críticas y malhumor con mi tiempo.
Al bajar las escaleras estoy complacido, lleno y pagado.
Y es entonces cuando veo al Señor junto a la puerta,
Con esa viuda, con los pecadores, con el publicano,
Y junto a todos aquellos a los que juzgo,
Los que pienso que no se entregan, los que no dan todo,
Los que no hacen nada, los que no llegan.
Tú hablas con ellos Señor, les sonríes
Y aceptas su pobre ofrenda,
Porque está llena de Dios en su humildad y entrega.
Entonces me doy cuenta de que bajo del altar lleno de mí,
De obligaciones y plazos cumplidos, de tareas hechas,
En las que tú estás, sí,
Pero no eres el centro ni el destinatario, ni el protagonista.
Y siento entonces arrepentimiento y vergüenza,
Al ver mis costuras a la vista,
Y quisiera deshacerme de cada obra hecha,
Retirar del altar toda mi ofrenda.
Pero tu mirada, alegre y limpia,
Se vuelve hacia mí y me recuerda,
Que siempre es tiempo de conversión,
De hacer nuevas las cosas siempre hechas,
De situarse de otro modo en el camino,
De evitar el juicio, de mirar sólo a Dios,
Y de ofrecer como un pobre mi pobreza.