Y así llegamos al final de un curso, y de esta serie que hemos ido dedicando a las obras de misericordia. Durante semanas, distintas voces nos han ayudado a asomarnos a cuestiones que tienen que ver con la compasión, con el encuentro, con la debilidad que se vuelve fortaleza, con tantas cosas… Seguimos en el año de la misericordia, aunque a medida que avanzan los meses hablemos menos de ello, una vez pasada la novedad. Y, sin embargo, el reto viene ahora. Nos toca convertir las palabras sobre las obras en obras que hagan vida y carne esas palabras. De otro modo, nos quedaríamos a mitad de camino, en marcha hacia una tierra prometida que no terminará de llegar. De esto se trata el evangelio, no de recitar y proponer ideas fabulosas que luego no se pueden llevar a la práctica; sino de poner el amor en marcha, convertirlo en caricia, en consejo, en acogida, en comida y bebida compartida, consuelo, enseñanza, oración y tantas otras cosas.

La misericordia no es un eslogan más. Es el corazón del evangelio. Es la mejor síntesis de las enseñanzas de Jesús. Es lo que mostró a todos aquellos que se cruzaron en su camino. Misericordia que era acogida para los excluidos, los leprosos, las mujeres marcadas, los recaudadores de impuestos, todos los señalados por el dedo acusador de los puros. Y misericordia que, para esos mismos puros, era provocación y propuesta que no siempre supieron encajar. De hecho, por eso, por oponer compasión a Ley, por mostrar el rostro del Dios Abbá frente al Dios Juez, Jesús terminó en una cruz.

Hoy, cuando la fuerza habla más que la debilidad. Cuando los discursos estridentes, el odio, la incomprensión y la intolerancia parecen revivir frente a épocas de una convivencia mucho más pacífica en tantos lugares del mundo, toca apostar, con más fuerza si cabe, por la palabra amable, el gesto cordial y la mirada acogedora. No queda otra, en nombre del evangelio.

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