Desde al menos el siglo IV, el mes de noviembre comienza con la memoria de aquellos que entonces morían mártires por su fe, en los que hoy se engloba a todos los santos. Desde ellos hasta nuestros días han sido muchos los difuntos, y también nuestros santos. Y cuando digo santos, no me refiero solo a los que están en los altares o en las estampitas. Sino más bien todos, todos aquellos que ya gozan de Dios. Esas personas que fueron luz en nuestras vidas y en nuestro mundo pasajero y terrenal. A las que hoy encendemos luces y rezamos, porque sabemos que interceden por nosotros.
Desde el Cielo, ellos nos arrastran e impulsan hacia la misma santidad de la que ya gozan. De hecho, el Concilio Vaticano II nos recuerda que nadie se salvará aisladamente, sino que será siempre en conexión con otros, en comunidad[1]. No es cuestión de ser levadura aislada en medio de la gente. Es más bien ser luces que, unidas unas a otras, iluminan en la oscuridad a aquellos que se encuentran perdidos porque no conocen ni el Camino, ni la verdad ni la Vida. Es una llamada a ser luz en armonía. A ser cera, aceite, o madera que sostiene la llama en el pábilo, que canaliza el fuego, y que lo lleve allá dónde hace falta.
La luz la lleva quien no tiene miedo, porque se ha sentido llamado a iluminar y porque se sabe portador de una luz que no es suya. Por eso noviembre es un mes, no solo para recordar a aquellos que son nuestros santos porque llevaron su antorcha encendida hasta el final, sino también para cumplir nuestra propia llamada a la santidad en comunidad.
“No tengas miedo de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría”[2]. Todos tenemos la vocación de llevar al mundo la luz que otros nos transmitieron. Aquella llama que nuestros difuntos y nuestros santos portaron y alimentaron para que no se extinguiera, sino que iluminara. Una luz que no era suya, sino recibida del Espíritu Santo de Dios.
[1] Lumen Gentium 9.
[2] Gaudete et Exsultate 32.