Renos en Navidad, conejitos en Pascua y calabazas en Todos los Santos; la cultura muchas veces nos hace perder el foco de lo que realmente celebramos. Hallow-een (literalmente Vigilia de Santos en inglés) se reivindica cada vez más como una festividad neo-pagana. Mientras tanto, católicos en todo el mundo recordamos a tantos hombres y mujeres de fe que, con sus vidas, dieron testimonio de lo que supone permitir que el amor de Dios dirija su vida.
Sin embargo, este no es un día para recordar a los santos puramente como modelos a seguir; ni siquiera únicamente como la esperanza de que, así como Cristo hizo posible que ellos alcanzasen la santidad, también nosotros seamos santificados por su Amor.
¿De qué les sirven a los santos nuestras devociones y alabanzas, si ya viven en plenitud junto a Dios? Nuestros honores y elogios no añaden nada, en realidad, a su estado en el cielo, pero nuestras oraciones no quedan abandonadas. Dios ha querido que su revelación llegue a nosotros a través de otros cristianos, que nuestros sacramentos sean efectuados a través de personas de carne y hueso, y ha querido que nuestra salvación sea fortalecida por la oración de personas que suplican a Dios por nuestra alma. Y así, igual que una madre ora incesantemente alentando a su hijo en la vida, los santos en el cielo oran por nosotros alentándonos en nuestro peregrinaje por la tierra, peregrinaje que ellos mismos recorrieron una vez, siguiendo los pasos de Cristo.
Así pues, nuestra devoción por los santos no es una admiración pasiva, sino una relación: pedimos su intercesión y recibimos el calor de aquellos que, desde el cielo, anhelan que nos unamos a su compañía, en esta vida por medio de la Eucaristía y, definitivamente en el cielo tras nuestra muerte, cuando veremos a Cristo como Él es.