Hay algo que me tiene dando vueltas desde hace semanas. Tiene que ver (lo siento) con Trump. Pero no con sus políticas o exabruptos (que eso daría para mucho también). Tiene que ver con su forma de hablar en público. ¿Por qué tanta gente se ha sentido encantada con alguien así? Podríamos pensar -y equivocarnos- que son todos unos energúmenos. Y no es así (aunque unos cuantos habrá). Trump, al contrario que muchos políticos (y quien dice políticos dice muchas figuras públicas del mundo de la prensa, la economía, la cultura, el deporte, la iglesia, etc), dice lo que piensa. No está calculando lo que conviene decir. No tiene miedo al «qué dirán» (de hecho, cuanto más digan, para él mejor, haciendo real aquello de «ladran, luego cabalgamos»). No piensa en términos de lo políticamente correcto. Y esto, que le lleva a decir muchas barbaridades, resulta extrañamente sincero -aunque lo que dice sea preocupante- en un mundo como el nuestro. Porque, pongamos por ejemplo, ¿no está uno harto de palabras bonitas y conmovidas sobre los refugiados que pasan frío en nuestras fronteras, sin que a la hora de la verdad haya un movimiento serio para paliarlo (y yo soy el primero en caer en eso mismo)? Criticamos a Trump por decir en voz alta (y hacer) lo del muro, pero Europa paga a Turquía para que ese muro, aunque sea invisible, sea igualmente infranqueable. Al menos Europa no lo tuitea ni se jacta. Supongo que le queda algo de mala conciencia.

Medir cada palabra, callar demasiado, preocuparnos en exceso por lo que puedan decir. Ese es el drama de nosotros, los tibios. No me imagino yo que Uno al que digo seguir hubiera hecho eso. Porque, si callan quienes tienen que alzar la voz, ¿quién hablará por los silenciados? Si tenemos miedo a enfangarnos en la arena pública, ¿no dejaremos que la colonicen los extremistas de todo cuño

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