No hay nada más woke que creerte garante de la sensibilidad ajena, y considerarte un juez supremo que decide quién y por qué sí o por qué no alguien ha de sentirse ofendido, siempre a merced de tus intereses e ideologías. Esto es lo que ha hecho Donald Trump en su enésima salida de tono, mostrando en sus redes -y en las de la Casa Blanca-, una imagen suya creada por Inteligencia Artificial, como si fuera el próximo papa. Convirtiéndose así en aquello contra lo que lucha.
Pero quizás el problema no está solo ahí, tampoco en la potencial ofensa a los católicos -que ya tenemos callo, y lo de disfrazarse de papa no es nuevo, dicho sea de paso-. Más bien pasa por la borrachera de poder que hace que te conviertas en una caricatura de ti mismo. Y no es tanto reírse de uno mismo y tener un sano sentido del humor, que podría ser algo bueno. Es más triste, es querer convertirte en un objeto de consumo barato, en un meme, olvidando así lo que tu cargo implica y el impacto que tiene esto en la seriedad, y en consecuencia en la estabilidad del sistema. No es solo la imagen paupérrima de una persona, es el deterioro, una vez más, de la Casa Blanca y del daño a la imagen de un país cuyo máximo representante se cree que está por encima del bien y del mal.
En estos tiempos de cónclave, es muy elocuente, pues supone lo contrario a lo que podemos esperar de un papa. Para bien o para mal, esto no es otra cosa que otro capítulo más de una generación de personajes que han hecho de la política un circo, de la vida de las personas un mercado, de la autoridad un mero poder, de los medios un estercolero, del diálogo un debate y de la sensibilidad de la gente un negocio. No me cabe la menor duda de que no es para tanto, y que habrá problemas que se sí tomen en serio, pero el mundo merece líderes que no se retocen en el ridículo de la sociedad del espectáculo por un puñado de likes.