Para nosotros los mexicanos el 12 de diciembre es una fiesta nacional y, sin duda que también, para muchos otros católicos alrededor del mundo es una solemnidad especial. En este día recordamos con feliz memoria que en aquel frío diciembre de 1531 la cumbre del árido cerrito del Tepeyac, en la Ciudad de México, se cubrió de rosas de muy variados colores y fragantes aromas. Era una hermosa mañana en la que el pequeño Juan Diego, de corazón sencillo y alma noble, contempló a una doncella vestida de sol y con la luna bajo sus pies, de cara morena y rasgos indígenas, su Señora y Reina, su Niña y su Muchachita: Nuestra Señora de Guadalupe, quien le dijo al más pequeño de sus hijos, que quería y deseaba que en ese lugar se le levantara una casita sagrada porque «ahí les escucharía su llanto y su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias y sus dolores».

Visitar el Tepeyac es como entrar en un oasis en medio del desierto, un lugar donde nuestras turbaciones encuentran sosiego y donde la promesa del «Verdaderísimo Dios por quien se vive» se renueva cada día y todos los días. La Virgen de Guadalupe para nosotros es encuentro intercultural, es puente de unión, es puerta siempre abierta, es camino seguro y remanso de paz. Mirarnos bajo su tierna mirada nos recuerda aquellas palabras que, por medio de Juan Diego, nos dirigiera a todas y todos los que contemplamos su delicada figura: «Escucha, ponlo en tu corazón hijo mío el menor, que no es nada lo que te espanta y lo que te aflige, que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad, ni ninguna otra cosa punzante, aflictiva. ¿No estoy aquí, yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?»

Al entrar a la basílica de Nuestra Señora de Guadalupe se pueden leer esas palabras a primera vista; pero, sin temor a equivocarme, me atrevo a decir que dicho mensaje está inscrito con tinta indeleble en los corazones de quienes veneramos su bella imagen; la música de la voz cantante y resonante de María de Guadalupe sigue calando hondo para muchos de nosotros a través de los siglos. Nos recuerda a diario que ante las duras jornadas y las dificultades de la vida no estamos solos, que tenemos una Madre que cuida de nosotros y que es la fuente de nuestra alegría porque nos comunica al Dios de la vida. Deseo con todo el corazón que nuestra buena Madre interceda por nosotros al Señor para que, como aquel humilde sirvo suyo, le podamos responder con todo amor y verdad: «Señora mía, Reina y Muchachita mía, que no angustie yo con pena tu rostro y tu corazón; con todo gusto iré a poner por obra tu aliento, tu palabra; de ninguna manera lo dejaré de hacer, ni estimo por molesto el camino».

 

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