Reconozco que me repatea escuchar en estos días los comentarios que reducen, no sólo el cónclave, sino toda la vida de la Iglesia a una lucha entre progresistas y conservadores. ¡Qué lejos de la novedad de Dios están aquellos que, desde fuera o dentro de la comunidad cristiana reducen todo a una mera cuestión política, a acción humana, a adaptarse a la sociedad o protegerse de ella!

En medio de todo ello, resuenan en mi estas palabras en las que el Papa Francisco decía a los miembros de la Curia que «seguimos debatiendo sobre la división entre “progresistas” y “conservadores”, pero esta no es la diferencia: la verdadera y principal diferencia está entre “enamorados” y “acostumbrados”».

Puesto que creo que todos, sea cual sea nuestra posición, corremos el riesgo de habernos acostumbrado demasiado a las dinámicas humanas, y nos hayamos alejado de ese amor que es capaz de hacer nuevas todas las cosas.

Quien se acostumbra, pone cotos, no solo a la acción de Dios, sino también a la de los seres humanos. Sin necesidad de entrar en el cónclave, deja fuera de la Sixtina al Espíritu Santo, cambiando su presencia por la del miedo y los intereses. Hace lo mismo con la Iglesia y con el mundo, viéndolo como un lugar en el que no hay hueco para la novedad ni la ilusión, al reducirlo todo a la lucha de intereses, la protección y la supervivencia.

Sin embargo, quien está enamorado, quien se deja mover por el amor, descubre que Dios puede hacer cosas muy grandes valiéndose de medios muy pobres. Lo hizo con la madera del pesebre, la de la carpintería de Nazaret y la de la Cruz, y está dispuesto a hacerlo con el Colegio de los Cardenales y con toda la Iglesia, siempre que estemos abiertos a esa novedad con la que el amor reviste y transforma todo aquello que toca.

Foto: Agencia AP

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