Hace unos días, en una conversación online, un compañero jesuita me dijo una frase que sigo rumiando: Carlos, piénsalo, la encarnación no era previsible.

Hablábamos de nuestro tiempo: una sociedad polarizada, el auge de los populismos, guerras que se olvidan pronto, migrantes usados políticamente, la crisis ecológica. También de la Iglesia: el descenso de vocaciones, las divisiones internas, el riesgo de volverse una tribu social más. Incluso nos reconocíamos también víctimas de la aceleración, la superficialidad y la distracción constante.

Cuando uno pone todos estos elementos juntos, mira al futuro y no ve esperanza precisamente. Parece que todas las tendencias apuntan hacia un tiempo sombrío, de eclipse de Dios. Y sin embargo…

Carlos, piénsalo, la encarnación no era previsible.

Si uno analiza los signos que había justo antes del año 0 a.C. tampoco daba como resultado la encarnación del Verbo. Si estudias los datos sociológicos históricos y culturales del siglo primero, no se preveía un acontecimiento que partiría en dos la historia de la humanidad. Y, sin embargo, así fue.

La acción de Dios no es previsible. La Gracia no es previsible. Dios actúa cuando quiere, irrumpe donde no se le espera. Su acción es novedad absoluta, creación ex nihilo. De lo muerto hace nacer vida. Recrea lo que parecía imposible.

Carlos, piénsalo, la encarnación no era previsible. San Francisco de Asís y San Ignacio de Loyola no eran previsibles. Tu vocación no era previsible. Con todos los datos en la mano, nadie hubiera previsto estos caminos.

Por eso los cristianos miramos al futuro con esperanza. No porque hagamos una lectura especial (o ingenua) de los datos, sino porque creemos que en cada época, en cada momento, Dios puede irrumpir de nuevo, con la misma fuerza creadora de la primera vez.

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