No quiero vivir estos días del Triduo Pascual en zapatillas de estar en casa.
Aunque haya confinamiento. Me niego.
Llevo dándole vueltas unos días y me he acordado de algo que pasó hace unos años.
Era Sábado Santo por la mañana, después de desayunar. Como de costumbre, entre las literas de una de las habitaciones de la casa donde habíamos ido con otros universitarios a celebrar la Pascua, unos cuantos hacíamos tiempo comentando un poco la jugada entre risas. Nada serio. Entonces entró en el cuarto uno de mis mejores amigos con cara un poco triste. Entre bromas, uno le preguntó:
– ¿Qué te pasa, tío?
A lo que respondió:
– Nada, la muerte de Jesús y tal.
Faltó tiempo para que otro se lanzara:
– Tío, ¡pero que luego resucita!
Hubo risas. Aunque se sonrió y entendía perfectamente lo que quería decir, creo que a mi amigo no le hizo tanta gracia. Nada contra los que nos reíamos, nada que ver con forzar la experiencia o la sugestión. Simplemente lo que vivía por dentro le pedía vivir esa mañana de otra manera. En otro tono.
Y es que a veces me cuesta dar con el tono. No es inmediato. Y no me gustaría que en estos días de Pascua pasara eso. Dejar que la inercia del tiempo en casa haga que cualquier cosa valga. Porque lo externo también importa. Estar preparado interiormente tiene que ver también con estar preparado exteriormente.
Es verdad que no es fácil y que noto que espiritualmente se ha encendido el piloto de “reserva”, que tengo la tensión espiritual por los suelos. Pero si me dejo, el lunes de pascua sé que estaré preguntándome qué ha pasado los últimos días, sin haberme enterado de nada. Como los de Emaús pero en cutre y sin vuelta a Jerusalén. Tomando una expresión que leí hace poco, me pregunto si quiero que esta Pascua, la fecha más importante del año, sea una Pascua más o una Pascua menos.
Y me pongo a ello.